Por Mariana Docampo
Hace pocas semanas, Hugo compartió un post que hice en Facebook sobre algunas discusiones en nuestro mundillo literario. Le dedicó un tiempo a elaborar un comentario, complejo, profundo, comprometido, y también a brindarme algunas palabras de amistad en su propio muro. Decido creer que -aunque probablemente inconsciente- fue un modo de contactar conmigo en sus días finales, un modo de despedida a través de los medios precarios que tenemos. Y voy a atesorar para siempre ese breve intercambio virtual, porque también fue un intercambio de los corazones.
Yo no sabía que Hugo estaba enfermo. Aunque había pistas en las redes de que algo no andaba bien, fotos de años anteriores que iban subiendo amigxs, fotos de juventud, y el delay con el que comentó mi post, como si de pronto se hubiera despertado de un largo sueño, me dirigiera algunas palabras, y volviera a quedarse dormido. Tuve esa sensación, pero no quise seguir la pista, intuí que algo pasaba, pero preferí no pensar en la posibilidad de que Hugo pudiera estar mal, no tenía ninguna razón concreta para pensar eso (no había hablado con él en los últimos meses, ni nadie me había contado lo que estaba viviendo). Tal vez era, simplemente, un recogimiento, un irse para adentro en una época difícil para todxs.
La noticia de su muerte me tocó profundo, y desde que me enteré quiero olvidarme de ella, por eso me cuesta escribir estas palabras. La distancia de la cuarentena bien podría hacer posible una postergación de la experiencia de lo definitivo de su ausencia física. Porque no hay modo de anticipar, desde ahora, cómo podrá ser regresar a Casa de Letras si Hugo no está más.
Hugo era el mejor compañero imaginable y cada vez que lo veía, mi pecho se expandía. Llegar a él era como llegar a una casa en la que alguien te espera. Porque sabía escuchar, sabía recibir, y entonces también sabía qué puentes tender hacia vos para iniciar un diálogo, o profundizarlo. Y como soy tanguera, hablábamos muchas veces de su propia estirpe tanguera, me contaba que era bisnieto de Julio De Caro, que ayudaba al Tape Rubín a componer las letras de sus tangos. Nada menos. Y me prometía que algún día iba a venir a la milonga que organizo. Había que envalentonar a Jorge, a Ariel, a Gerardo. Había que armar equipo. Y si bien yo sabía que eso no se concretaría, era un modo de concebir juntos, en las conversaciones, un hipotético y no muy lejano día feliz que nos reuniera.
Leí su hermoso libro Los árboles, de entretejido preciso, y lo escuché a él mismo leer fragmentos de sus novelas en el ciclo que con amigxs organizamos en la Librería Caburé, y en el que al final se arma un “dancing”. Entre los recuerdos que quiero guardar de mi compañero, está éste: Una noche, unos meses antes de leer él mismo en el ciclo, vino a escuchar, y cuando las lecturas terminaron pusimos música, y algunos comenzaron a relajarse en las sillas, otros se pusieron a bailar en el centro de la pista. Busqué a Hugo para saber si seguía en la librería, y lo vi a un costado de los anaqueles, miraba hacia los libros que estaban en los estantes altos, sonreía. En un momento, abrió los brazos, comenzó a mover sus caderas, y se puso a bailar entre los libros. Lo vi feliz.