Por Claudio Magris
Kyselak también escribió, en 1829, dos volúmenes de apuntes de viaje, que valen mucho menos que sus autógrafos. En barco, sobre el Danubio, el funcionario del registro se queja de la trivialidad de los pasajeros, mozos, criadas, vendedores ambulantes, barqueros. Demuestra poseer la vulgaridad de esos turistas que desearían lugares incontaminados y creen que sólo los demás los contaminan. Kyselak se considera que es el único con sentimientos nobles, capaz de apreciar lo auténtico. Los demás son “semihombres”, masa estúpida y fea, de la que él no sospecha que forma parte.
Kyselak es uno de esos menospreciadores de masas, numerosos también hoy, que, apretujados entre sí en el autobús atestado o en la autopista atascada, se consideran, cada uno de ellos, habitantes de sublimes soledades o de salones refinados y desprecian, cada uno de ellos, al vecino, sin saber que se les paga con la misma moneda, o bien le guiñan el ojo, para darle a entender que, en aquella multitud, sólo ellos dos son almas elegidas e inteligentes, obligadas a compartir el espacio con el rebaño. Esta suficiencia de jefe de oficina, que proclama “Usted no sabe quién soy yo”, es lo contrario de la auténtica autonomía de juicio, de ese orgullo que hay en Don Quijote cuando, desarzonado, murmura “Sé quien soy” y que nunca va acompañado por el fácil e indiferenciado desprecio por el prójimo.
La estandarizada altanería con respecto a la masa es un comportamiento típicamente masificado. Quien habla de la estupidez en general tiene que saber que no es inmune a ella, porque hasta Homero desciende del Olimpo de vez en cuando; debe asumirla en sí mismo como riesgo y destino común de los hombres, consciente de ser algunas veces más inteligente y otras más tonto que su vecino de casa o del tranvía, porque el viento sopla hacia donde quiere y nadie puede estar nunca seguro de que, en ese momento o un instante después, no le abandone el viento del espíritu. Los grandes humoristas y los grandes cómicos, de Cervantes a Sterne o a Buster Keaton, nos hacen reír con la miseria humana porque también la descubren y en primer lugar en ellos mismos, y esta risa implacable implica una amorosa comprensión del destino común.
La estupidez también es un hecho cronológico, asume formas y connotaciones según la época histórica y por tanto nos acecha y afecta a todos, no sólo a los demás, como creía Kyselak. El escritor altanero que parece burlarse indiscriminadamente de todo el mundo, no hiere en realidad a nadie, porque se dirige a cada uno de sus lectores haciéndole creer que le considera el único inteligente en una masa de beocios, pero se dirige de ese modo a la masa de los lectores. Esta técnica en general tiene éxito, porque el lector puede sentirse halagado por esta excepción que el despreciador de los demás hace en su caso, sin darse cuenta de que la hace, justamente, para todos. Pero la auténtica literatura no es la que halaga al lector, confirmándole en sus prejuicios y en sus seguridades, sino la que le acosa y le pone en dificultades, la que le obliga a ajustar cuentas con su mundo y con sus certidumbres.
No estaría mal que quien se inclina a considerar “semihombres” a sus vecinos sólo tomara la pluma, como Kyselak, para escribir su propio autógrafo. Quién sabe, puede que copiando una y otra vez aquellos garabatos acabara por vaciar de sentido su nombre como una palabra repetida muchas veces, por olvidarse de él mismo y abandonar cualquier presunción, por convertirse en Nadie.
Fuente: Magris, Claudio, El Danubio, Anagrama, Barcelona, 1998.