Por Juan Villoro
Raras veces un escritor acepta el resultado sin más. En su crónica memoriosa Joseph Anton, Salman Rushdie cuenta cómo Harold Pinter, ya encumbrado como el mayor dramaturgo vivo en Inglaterra, mandaba textos por fax a sus amigos y esperaba con ansias una respuesta aprobatoria. Esa inseguridad no es superable; pertenece a la vocación. El autor se pone en tela de juicio en cada uno de sus textos y carece de un método incontrovertible para juzgarlos.
En su origen, el impulso creativo pertenece a la imaginación, donde “no pensamos todavía”. Algo impulsa a escribir; un sueño, una vivencia que de pronto se carga de sentido, un recuerdo encubridor, algo escuchado al azar, un malentendido que se torna elocuente, la reacción ante lo que otro no pudo decir cabalmente.
La escritura propiamente dicha implica pasar de esas intuiciones a una zona racional, controlada por la técnica, el “oficio literario”. El juicio que merece ese trabajo es siempre subjetivo. Críticos y profesores han ensayado numerosos métodos valorativos para los productos de la fantasía, algunos tan creativos como la ficción. Aunque sus dictámenes suelen ser modificados por el tiempo y los variables juicios de la tradición, son más confiables que la valoración que un autor hace de sí mismo. En ese terreno resbaladizo incluso la soberbia es insegura. Los autores que recitan sus poemas de memoria como si agregaran frutos a la realidad y parecen felices de haberse conocido en el espejo, revelan que en el fondo dudan de sus textos. Si las obras se bastaran a sí mismas no tendrían que poner tanto énfasis en ellas. En el polo opuesto se encuentran quienes se torturan con una autocrítica a la que ningún elogio pondrá remedio: Kafka y Gógol se consideraban pésimos escritores.
No hay garantía de que lo que escribimos tenga calidad certificada. Recuerdo una conversación con Roberto Bolaño en la que llegamos a la siguiente conclusión: la única prueba confiable de que un texto “estaba bien” ocurría cuando nos parecía escrito por otro. Esta repentina despersonalización permite la autonomía necesaria para que una obra respire por cuenta propia. Al mismo tiempo, nos priva de la posibilidad de sentirnos orgullosos de ella, pues su mayor virtud consiste en parecer ajena. Escribir significa suplantarse, ser una voz distinta. Por eso Rimbaud pudo decir: “Yo es otro.”
Fuente: Villoro, Juan, La utilidad del deseo, Anagrama, Barcelona, 2017.