Por Paul Auster
Fue una revelación. No sabía que el cuerpo podía hacerle algo así a uno. Me quedé de lo más sorprendido. Ocurrió en un momento muy difícil. Se acababa de morir mi madre. De repente. Aunque no padecía ninguna enfermedad. Mi mujer, Siri, no estaba conmigo. Se había ido a ver a sus padres a Minnesota, a miles de kilómetros, para organizar el octogésimo cumpleaños de su padre. Estaba sólo en Nueva York. Me llamó por teléfono la señora que iba a limpiar a casa de mi madre un día a la semana: entró con su llave y se encontró a mi madre tendida en la cama. Llegué en el acto y me la encontré muerta, encima de la cama. Fue un momento durísimo. La miré y lo primero que pensé fue que mi propia vida había empezado en ese cuerpo que yacía ahí, sin vida, y que no existían lazos más fuertes que los que hay entre el hijo y la madre. Luego me ocupé de todas esas cosas que hay que hacer cuando se muere alguien. Tareas prácticas. Vino una prima a ayudarme a hacerlo todo. Pasé la noche en su casa, en Nueva Jersey. Como no podía dormir, me puse a beber whisky. Un vaso, dos. Y luego, pues, bueno, seguí hasta las tres o las cuatro de la mañana. Me bebí toda la botella. A la mañana siguiente había que hacer más gestiones administrativas: ir al depósito, decidir dónde la iban a enterrar, etc. Mi madre no había dejado testamento. Luego me volví a mi casa, en Brooklyn. Y volví a pasar en vela la noche siguiente y abrí una botella de whisky. Acabé por meterme en la cama, agotado y borracho. Pero, a eso de las cinco de la mañana, cuando llevaba dos horas durmiendo, me despertó el teléfono. Ya estaban cantado los pájaros; estaba agotado y me dije: «Tienes que dormir diez o doce horas, si no no vas a poder con tu alma», pero, como un tonto, descolgué el teléfono. Era otra prima, con quien había tenido anteriormente relaciones muy conflictivas, sobre todo cuando publiqué aquel libro sobre mi padre, La invención de la soledad. Me quedé escuchándola y empezó a decir cosas durísimas de mi madre, muy perversas Yo estaba muy, muy irritado. Concluyó la conversación y me di cuenta de que me había puesto en un estado tal que no podía volver a acostarme y seguir durmiendo. Me hice un café muy cargado. Luego, otro. Y otro más. Al tomarme el cuarto, con el estómago vacío, el cuerpo empezó a reaccionarme de una forma muy rara. Me oí ruidos extraños en la cabeza. El corazón empezó a acelerarse y, de repente, no podía respirar. Entonces me asusté mucho. Quise ponerme de pie, pero me caí al suelo. Y noté que me dejaba de correr la sangre por las venas. Era como si los brazos y las piernas se me volvieran de hormigón. Pensé que llegaba la muerte, que me subía cuerpo arriba. Y me invadió el espanto. El espanto absoluto. Eso es, un ataque de pánico. Y éste fue tremendo.
(…) dos semanas después de que muriera mi padre empecé lo que iba a convertirse en La invención de la soledad. Mientras que dos semanas después de la muerte de mi madre y de aquel ataque de pánico no sabía que llegaría el día en que escribiera sobre esto, sobre mi madre. He de decir que las relaciones con mi padre fueron siempre muy complejas y turbulentas. Con mi madre, era todo muy sencillo. Estaba a gusto conmigo y yo estaba a gusto con ella. No teníamos problemas. No era una carga para mí. Así que, efectivamente, han tenido que pasar nueve años antes de que notase por dentro el deseo de escribir acerca de ella. Pero la muerte de mi madre es una parte del libro, no es el tema del libro.