Por Mario Vargas Llosa
Buscar y encontrar el estilo propio es posible. Lea usted la primera y segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos y la notable Banderas sobre el polvo, la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una “ilusión de realidad” que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra.
No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella –única- que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo –entre palabra e idea- se traducía en armonía musical. Por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de “la gueulade” (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío). Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía se había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó.
Fuente: Vargas Llosa, Mario, Cartas a un joven novelista, Planeta, Barcelona, 1997.