Por Margaret Atwood
A la edad de diez años, yo deseaba ser pintora o, mejor aún, diseñadora de moda. Me gustaba dibujar a mujeres sofisticadas con guantes hasta el codo y cigarrillos con largas boquillas. Nunca me había cruzado con una persona de esa guisa, pero las había visto en fotos. Así de cautivador es el influjo del arte.
Sin embargo, tras unos cuantos encontronazos con una caja de pinturas al óleo y ciertos imprevistos con una máquina de coser —es decir, después de que la realidad reemplazara a la fantasía—, a los dieciséis años ya me había encaminado por la senda de la ciencia; al igual que mi hermano mayor, el doctor Harold Atwood, neurofisiólogo, que hoy se encuentra con nosotros en esta sala. Por extraño que pueda parecer, yo aspiraba a ser botánica. Las plantas no tienen voz y son fáciles de observar; además, no sangran cuando las diseccionas, a diferencia de las ranas, de manera que no me causaban problemas de conciencia. Si hubiera continuado por dicha senda, ahora mismo estaría dedicándome a clonar esas patatas que refulgen en la oscuridad cuando les falta agua. Pero de pronto me transformé en escritora y me lancé a garabatear cuartillas sin freno ni medida. No sé cómo ocurrió, pero el caso es que lo hizo, y una vez más la fantasía volvió a ocupar un lugar preferente en mi vida.
Al ser canadiense no puedo atribuirme personalmente el mérito de figurar en esta magnífica lista. Los canadienses rehúyen atribuirse méritos. Si nos señalan como ganadores de algo, volvemos la cabeza para ver a quién se refieren en realidad, ya que sin duda no puede ser a nosotros. Tampoco puedo atribuirme el mérito de ser una activista, etiqueta con la que a menudo se me cataloga. Yo no soy una verdadera activista; la verdadera activista contemplaría su escritura como un vehículo para su activismo, para su gran Causa, fuera la que fuese, y ése no ha sido mi caso. Sin embargo, es imposible escribir novelas sin observar el mundo, y al observarlo uno se pregunta lo que está pasando y luego procura describirlo; en mi opinión, gran parte de lo que se escribe supone un intento de descifrar por qué las personas hacen lo que hacen. El comportamiento del ser humano, ya sea éste un santo o un demonio, es para mí una fuente de continuo asombro. Pero, cuando uno hace un relato escrito del comportamiento humano, ese relato puede tener mucho que ver con el activismo, dada la dimensión moral inherente al lenguaje, así como a las historias. Aunque el escritor afirma ejercer como mero testigo de lo que ve, el lector extraerá un juicio moral. En lo que a mí respecta, lo que pudiera parecer activismo suele ser una especie de torpe perplejidad. ¿por qué va desnudo el emperador y por qué es tan habitual que se considere de mala educación ponerlo en evidencia?
Fuente: Discurso al recibir el premio de la paz del gremio de libreros alemanes.