Por Joyce Carol Oates
No puedo decir que tenga preferencia por uno. Cuando empiezo a escribir no estoy segura, casi nunca, de la extensión que va a tener el resultado. No tomo mi pluma y la pongo sobre el papel pensando “este es el principio de un cuento” o “será una novela”. Es el principio de una historia y, como tal, es el umbral que se cruza. Como el proverbial espejo o la conejera de la Alicia de Carroll. Lo atraviesa una sin tener un mapa, simplemente se deja llevar. Cada historia tiene la extensión que necesita. Puede ser un relato de un párrafo, de una página o de dos. Escribir relatos del modo más básico, desprovistos de adornos, se ha puesto de moda, aunque yo había tratado de experimentar con ello en The assignation (1988), que escribí con un estilo muy directo y de extensiones muy breves. También puede ser que una idea, una imagen, dé para un cuento de diez páginas. O un relato de treinta. Si pasas la frontera de las cien, has llegado a lo que se conoce como la novella y cuando llevas más de cien mil palabras es que lo que querías contar era una novela. Es la historia la que decide cada vez que escribes. A mí me gustan ambas formas de narrar.
(…) Algunas veces un relato se incorpora como parte de una obra más grande. O puede ser que un personaje menor en una pieza grande tenga su propia historia que contar, de manera independiente. La imagen que se manifiesta para crear una historia de pronto puede extenderse hacia otra. Cada parte de la estructura se embona gradualmente, y al apartarse se deja ver un cuadro más completo. La inspiración se transforma y puede dar vida a más de una sola historia.