Por José Saramago
Yo necesito escribir como si tocara música, con algo que se expande… Mire, a la hora de escribirla, la música parece lineal, una nota detrás de la otra. Pero a la hora de hacerla sonar, se expande, no nos llega en línea recta. Eso es lo que pasa con mi discurso narrativo: es expansivo, envolvente. Hablar es como hacer música en el sentido más obvio: hablamos con sonidos y con pausas y la música se hace con sonidos y con pausas. En la Novena de Beethoven, en el último movimiento, cuando los violoncelos y los contrabajos anuncian el tema que se va a cantar, la música se vuelve palabra. En esa parte, la música está hablando. Y cuando escribo, a veces, me doy cuenta de que ya dije todo lo que tenía que decir en la frase y que, sin embargo, tengo que agregar dos o tres palabras más porque el tiempo musical quedó inconcluso. Y las agrego.
(…) Voy a decirle en qué condiciones nació eso que se llama “mi estilo”. Nació en una novela llamada Alzado del suelo. Cuando me quedé sin trabajo en el año ’75, por razones políticas (yo dirigía un periódico que estaba con la revolución y suspendieron a toda la dirección), tuve que tomar la decisión más importante de mi vida: decidí no trabajar y escribir solamente y eso fue lo que hice. En el ’76, me fui a una región del sur de Portugal, una región de latifundios, y me quedé ahí dos meses porque quería escribir una novela sobre los campesinos (yo nací en una familia de campesinos sin tierra que después fueron a Lisboa y tenía necesidad de resolver esa especie de asignatura pendiente). Hablé con la gente, comí con ellos, viví con ellos, casi dormí con ellos y tenía la historia muy clara en la cabeza. Pero cuando volví a Lisboa me di cuenta de que tenía el “qué” de la historia pero no encontraba el “cómo”. El modo propio del tema hubiera sido el neorrealismo pero yo sentía que no quería contar esa historia así. Después de tres años de pensarlo, me senté a escribir. Iba más o menos por la página veinte y, sin saber por qué, empecé a escribir como escribo ahora. Fue una especie de milagro porque no lo preparé, nunca me lo planteé. Creo que si hubiera estado escribiendo una novela urbana, con gente de ciudad, no habría pasado.
Le explico: yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando todos somos creadores, y no todos pueden serlo escribiendo. Lo que pasó esa vez fue que yo escribí con los personajes en el oído porque los había escuchado: tenía no sólo la palabra, sino la música que la acompañaba. Y era como si estuviera devolviéndoles lo que me habían dicho, tamizado por mi propia sensibilidad, por lo que yo me imagino que sé (conciencia política, conocimiento cultural, y demás). Yo me veía a mí mismo narrando sus propias vidas a esa asamblea de campesinos, narrándolas oralmente, y eso me impuso ese discurso que no acaba más. Y ahora viene la anécdota: le di la novela a un amigo mío. A los pocos días, me llama y me dice “no entiendo, leo una página y a la tercera me pierdo, ¿qué pasa?”, y yo le dije: “te sugiero que leas en voz alta”. Al dial siguiente, me dijo: “ahora sí entiendo todo”. Mi lector, aunque no ande por el pasillo leyendo en voz alta y molestando a la familia, tiene que oír la voz de la narración en su cabeza.