Por Stephen King
A la única gente a la que le gustan los libros largos es a los lectores, y como escritor me dan ganas de decirles a algunos: “¿Acaso crees que yo quiero llevar conmigo esta monstruosidad a cualquier parte adonde vaya?”. Y es una expresión sincera, porque ahora estoy escribiendo otro, y no se da por vencido. No quiere terminarse. Ahora mismo tengo un manuscrito en casa, sobre el escritorio, que tiene 760 páginas y que no da ninguna señal de querer terminarse. Es así de alto, y resulta muy difícil de cargar, físicamente. Mi esposa quiere que vaya a comprar uno de esos discos auxiliares para la computadora, para que por lo menos pueda llevarlo encima. ¡Y el argumento! La semana pasada escribí algo y me resultó familiar: retrocedí 100 páginas y me di cuenta de que había repetido algo que ya había escrito. ¡El doctor Alzheimer! y después, cuando finalmente uno lo termina, y se ha quebrado la espalda durante un año para escribirlo, sale alguien a decir: “Bien, otro de los libros excesivamente largos de King”. Dos consejos: 1) no lo lea y 2) si lo lee, no lo deje caer sobre su pie.
(…) Creo que escribía de una manera cuando bebía todo el tiempo, y de otra cuando dejé de beber. No creo que escriba tanto y creo que, en alguna medida, tuve que volver a aprender a escribir después de que dejé (la bebida y las drogas), porque hay muchas más cosas involucradas; no se trata sólo de beber.
Era un verdadero basurero: consumía todas las drogas que se le ocurran, y cuando se dejan es como que hay que reconectar el cerebro y volver al sitio donde estaba. Una vez que se logra, todo está bien. Simplemente, disminuí un poco la velocidad, algo más racional, y pude apreciar mejor lo que hacía, porque tenía la cabeza clara y podía releer algo y decirme: “¡Dios, todavía puedo hacerlo. No necesito pócimas mágicas, todavía puedo volar solo”, y fue una gran satisfacción descubrirlo.