Por Octavio Paz
–La libertad del escritor no es una cosa abstracta, sino algo que se conquista día a día. En su obra, en su trabajo, mejor dicho, de revelación del hombre, el escritor tiene que luchar contra toda clase de limitaciones e imposiciones. Unas personales y otras externas. En este sentido, la labor del escritor es muy distinta a la del psicoanalista, por ejemplo.
–De ahí que me parezca indispensable luchar porque los poderes externos –Estado, Iglesia, partidos o academias– no ahoguen, desnaturalicen o mutilen la obra artística. A nombre de la ley y la moral, obras que van desde Justine, del marqués de Sade, por ejemplo, hasta el Ulises, de James Joyce, han sido sustraídas de la circulación. Obras como las de Pasternak y otros han sido prohibidas en nombre de las teorías estéticas del régimen soviético.
–La Iglesia católica siempre vio con preocupación al teatro, incluso cuando en los siglos de oro ese teatro sirvió para expresarla. El Estado japonés prohibió una y otra vez las representaciones teatrales, etcétera.
–Una de las causas de la grandeza del teatro griego reside acaso en la circunstancia de que la religión olímpica nunca tuvo una clerecía organizada del tipo de la católica o la budista, ni una policía como la de los modernos Estados, porque en nuestro tiempo el censor literario es una mezcla de cura y policía.
–Las Iglesias y los Estados siempre han intentado sustituir la revelación que ofrece el teatro por un sucedáneo embrutecedor: los espectáculos, las fiestas, los desfiles, etcétera. Puede decirse casi como una regla histórica que, allí donde predominan las diversiones, asistimos a una tentativa por degradar al hombre.