Por John Berger
Tomemos la novela King. Un día vi de pronto que había un espacio, un silencio, que necesitaba ser llenado. Ese silencio tenía que ver con la vida de los desposeídos. Y supe que ese silencio no me permitiría quedarme quieto, que tenía que hacer algo al respecto. Entonces viajé mucho, fui a diferentes ciudades, suburbios, barrios bajos, hablé con mucha gente de la calle. No como un sociólogo, sino como un observador, durante casi un año. Ahí estuve escuchando, observando, tomando notas. No era una investigación, sino que quizá se trataba de hacer espacio dentro de mi mente, o de mi alma, para que las cosas pudieran entrar en ella. No quería caer en la compasión barata. De pronto un día tuve la visión de estos dos personajes: Vico y Vica, que empezaron a demandar reconocimiento. Y el tema entonces fue encontrar la voz que esa historia necesitaba. La voz que funciona en una novela es la que interfiere en la historia lo menos posible. Pues busqué esa voz durante meses. Mientras, escribía. Pero era todo muy malo: usaba a estas personas como instrumentos para mi argumento político. Hasta que un día, de la forma más trivial, estando en París, vi a estas personas durmiendo en la calle, tirados junto con sus perros y me dije: ¡por supuesto! Esta historia debe ser contada por un perro. La voz debe ser la voz de un perro. Ahí realmente empecé a escribir.
(…) hay escritores que siguen un programa muy severo de varias horas de trabajo por día. Yo trato de hacer eso, pero no lo logro. Siempre suceden cosas de todos los días que no puedo ignorar. Puede ser simplemente ir a comprar papas, o cuidar a un amigo. Las demandas ordinarias de la vida cotidiana. Yo tengo que hacer eso primero. Recién después puedo sentarme a escribir. Cuando escribí todo lo que puedo por ese día, pueden ser cuatro o cinco horas, me detengo. Y sólo ahí, algunos días, puedo comenzar a dibujar. Para mí, dibujar es algo que hago después de escribir. Por eso no me pregunto: ¿debo escribir o dibujar? Porque no tienen la misma prioridad.
(…) algunas veces pienso que en un mundo más justo, sólo dibujaría, o pintaría. Hoy eso es imposible para mí, aunque puede cambiar. Pero quizás la clave es ésta: hasta los 30 años yo era pintor. En ese momento decidí dejar de pintar. ¿Por qué? No porque no me gustara pintar, ni porque pensara que no tenía talento. Pero estábamos a fines de los 50, y lo que estaba pasando en el mundo era tan urgente —la Guerra Fría, la amenaza de una tercera guerra mundial— que sentí que debía hacer algo más directo para intervenir. Así empecé a escribir para los diarios. Con el correr del tiempo, escribir se transformó en algo más para mí, no sólo una urgencia política, pero no volví a pintar. Y mantuve el dibujo pero como actividad muy secundaria. Quizás en los últimos años dibujé más que antes, pero eso fue porque mi hijo, que ahora tiene 30 años, es un gran pintor. Entonces dibujo porque es una forma de estar en su compañía.