Por Marina Tsvietáieva
«Amo el arte, pero no el arte contemporáneo» — éstas no son las palabras que únicamente puede pronunciar un pequeñoburgués sino que, a veces, también pueden ser las de un gran artista, pero en ese caso se refieren invariablemente a una esfera del arte que le es ajena, por ejemplo, las palabras de un pintor acerca de la música. En su misma esfera el gran artista es inevitablemente contemporáneo, el porqué — lo veremos más adelante.
No amar una obra de arte es, en primer lugar y principalmente, no reconocerla: no reconocer en ella lo ya conocido.
El primer motivo para no aceptar una obra de arte es la falta de disposición hacia la misma. La gente de pueblo, en la ciudad, tarda mucho en comer nuestros platos. Al igual que los niños que no comen los guisos nuevos. Giran la cabeza automáticamente. No veo nada (en este cuadro) y por eso no quiero mirar — pero para ver, precisamente hace falta mirar, para ver algo en él hay que observarlo atentamente. Es una falsa esperanza del ojo, que está acostumbrado a ver desde la primera mirada, o sea, como antes, la huella de unos ojos ajenos. No llegar a saber sino reconocer. En los ancianos el cansancio (que es también el retraso), en el pequeñoburgués el hecho preestablecido, en el artista, que no ama la poesía contemporánea — es una obstrucción (de la cabeza y de todo el ser). En los tres casos el miedo al esfuerzo, es algo que se puede perdonar — hasta que no se emitan juicios.
El único caso digno de respeto, o sea el único motivo legítimo de no aceptar una obra, es no aceptarla con pleno conocimiento. La conozco, sí, la he leído, sí, la reconozco pero prefiero (supongamos) a Tiutchev antes que a otro, quiero mi sangre y mis pensamientos, es más afín a mí.
Cualquiera es libre de elegir a sus preferidos; mejor dicho, nadie es libre de elegirlos: sería feliz, supongamos, amando mi siglo más que el siglo pasado, pero no puedo. No puedo y no estoy obligada. Nadie está obligado a amar, pero todo aquel que no ama está obligado a conocer: primero — aquello que no ama; segundo — por qué no lo ama.
Tomemos el más extremo de los casos, la aversión del artista por su propia obra. Mi época me puede desagradar, yo me puedo dar náuseas a mí misma, ya que yo soy ella (mi época), y diré más (¡ya que suele ocurrir!): una obra ajena, de un siglo que no es el mío puede serme más querida que mi propia obra — y no por su fuerza, sino por su afinidad. Para una madre un hijo ajeno puede ser más querido que el suyo propio, que se asemeja a su padre, o sea a su época, pero yo estoy condenada a mi hijo — al hijo de mi tiempo — por más que quisiera no podría engendrar otro. Es la fatalidad. No puedo amar a mi propio siglo más que al precedente, pero crear otro siglo diferente al mío tampoco puedo: lo creado no se puede crear y se crea únicamente hacia el futuro.