
Por Italo Calvino
Ahora no hago una distinción moral: el escritor seguro de su propia verdad también puede ser moralmente admirable e incluso heroico; lo único que no es de admirar es explotar el éxito y seguir yendo al encuentro de las expectativas del público de la manera más fácil. Yo esto no lo he hecho nunca, aun sabiendo que en mis lectores podía provocar desconcierto y que podía perder una parte de de ellos por el camino.
Ahora que tengo sesenta años ya he comprendido que la misión del escritor es hacer sólo lo que sabe hacer; para el narrador es contar, representar, inventar. Hace muchos años que dejé de establecer preceptos sobre cómo se debería escribir. ¿De qué sirve predicar un cierto tipo de literatura u otro si luego las cosas que se te ocurre escribir a lo mejor son completamente distintas? He empleado un poco de tiempo en comprender que las intenciones no cuentan, cuenta lo que uno realiza. Así, este trabajo literario se convierte también en un trabajo de búsqueda de mí mismo, de comprensión de lo que soy.
Me doy cuenta de que hasta ahora he hablado poco de la diversión que se puede sentir al escribir: si uno no se divierte al menos un poco, no puede salir nada bueno. Para mí hacer cosas que me diviertan quiere decir hacer cosas nuevas. Escribir es en sí misma una ocupación monótona y solitaria: si uno se repite, es presa de un desaliento infinito. Claro, hay que decir también que la página que parece haberme salido más espontánea me cuesta una fatiga enorme; la satisfacción, el alivio suelen llegar después, a obra terminada. Pero lo que importa es que se diviertan los que leen, no que me divierta yo.
Creo poder decir que he logrado llevarme conmigo al menos una parte de mi público, aun escribiendo cosas nuevas; he acostumbrado a mis lectores a esperar de mí siempre algo nuevo. Mis lectores saben que las recetas ya probadas no me satisfacen y que si me repito no me divierto.