Por Carmen Martín Gaite
Nos lo preguntan mucho. No creo que ninguna actividad humana se vea tan continuamente obligada a justificarse a sí misma como la del escritor. Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para poner en tela de juicio incluso lo que uno mismo cree saber. Para distanciarse, mirar la realidad como un espectador y con vencerse de que nada es lo que parece. Poca cosa, y al mismo tiempo ¡cuánta.? Un escritor, aunque haya vislumbrado la inconsistencia de su aportación personal e incluso la contribución al desorden que ésta puede suponer, es cribe a pesar de todo. ¿Por qué? Porque cree que lo que él va a decir no lo ha dicho nadie todavía desde ese punto de vista. Puede tomarse como una arrogancia, como un vicio o como una defen sa, que de todo tendrá. Pero en cualquier caso, de acuerdo con la frase de Unamuno “creer es crear”, me parece que la escritura es fundamentalmente algo relacionado con la fe, no con el medro ni con el negocio.
Y precisamente de ahí derivan las contradicciones de su aprendizaje. Porque si bien es cierto que cuando nos iniciamos en este ejercicio tenemos mucha menos destreza en el oficio, la fe suele se mucho mayor en la primera edad cuando se acomete la aventura. A medida que van pasando los años y el escritor consigue un mayor o menor reconocimiento por parte del público, a veces se ve obligado a confesarse que la fe de los comienzos se le ha venido abajo y que sólo escribe para renovarla. Si no lo consigue, corre el peligro de estarse metiendo por unos raíles demasiado cómodos, que le van a amortiguar cualquier sobre salto. Y en el fondo de su ser no es eso lo que busca ni lo que quiere
El de la escritura es un apren dizaje que nunca se cierra, que se está poniendo’ en cuestión cada vez que nos vemos ante un papel en blanco. Un carpintero que ha construido una mesa sólida puede estár razonablemente seguro de que ya ha aprendido a hacer me sas, pero a un escritor nadie le ga rantiza que, porque haya escrito un libro, el próximo tiene que ser mejor, ni siquiera tan bueno como aquél. Si lo da por sentado, puede que haya consumado su oficio, pero habrá dejado de enviciarse con él. Y lo pagará en aburrimiento (el suyo y el que suministra a sus lectores).
Es verdad que, una vez cubierta cierta etapa de su carrera, al escritor pueden servirle de ánimo, ¡cómo no!, las opiniones de los demás sobre el resultado de su obra, y también, claro está, los premios recibidos. Pero no debe caer en el halagüeño espejismo de justificar y dar por bueno, en nombre de lo que hizo, todo lo que haga en adelante: tiene que estar renovando perpetuamente aquella fe.
Quienes consideran la escritura como un camino donde las flores crecen por generación espontánea suelen encarecer la suerte de desempeñar un trabajo donde no tenemos por encima a nadie que nos mande (al menos por ahora). Y eso es verdad: si no escribimos no pasa nada grave, ni nadie nos riñe, ni nos van a echar de la oficina.
Pero también es verdad que no siempre el ejercicio de la libertad resulta fácil: tiene que ser uno su propio domador. Y sobre todo hay que tener en cuenta que no se trata de un negocio espectacular, sino de una inversión lenta, que bien podría llevar por lema aquella máxima del Eclesiastés: “Echa tu pan a las aguas, que después de mucho tiempo lo hallarás”.