Por Valeria Luiselli
Un libro abierto no puede callar ninguna evidencia. En su interior están los vestigios concretos de nuestro paso a través de él, todas nuestras huellas, las sábanas después del amor. Y en estos remanentes está la posibilidad de la reminiscencia: principio de una lectura atenta a su historicidad. En los comentarios al margen, en las frases subrayadas y en las notas al pie del lector, comienza la relectura: entre las páginas 42 y 43 de mi edición de Comme un roman, una tira de pastillas Peptobismol caducas; en Manhattan Transfer una postal de la ciudad del insomnio eterno; en la última página de Luces de Bohemia una dirección y un número telefónico; en mi edición adolescente de Rayuela falta el capítulo 68.
«La soledad no se encuentra, se hace», escribe Duras. Es la primera frase subrayada en Escribir. Queda todavía un eco de su primera intensidad, pero mentiría si digo que sé por qué fue esa frase, y no cualquier otra, la que me cimbró con tanta fuerza en las primeras horas de un largo viaje en tren de regreso a Mumbai. Seguramente descubrí algo, pero ahora lo he olvidado.
Volver a un libro se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado. En una ciudad, en un libro, recorremos en vano los mismos caminos, buscando nostalgias que ya no nos pertenecen. No se puede volver a encontrar un lugar tal como se dejó. Encontramos, en todo caso, mitades de objetos entre el debris, incomprensibles notas al margen que tenemos que descifrar para volver a hacer nuestras.
Los recuerdos que tengo de Mumbai son fragmentarios, efímeros, casi triviales. Conservo imágenes imposibles: hay rostros que sólo consigo recordar en dos dimensiones; me visualizo en tercera persona, vestida siempre igual —vestido largo color amarillo perico, el pelo recogido en una mascada—, caminando por una misma calle que, sospecho, es la superposición de muchas calles. Sé, además, que algunos recuerdos son elaboración posterior: fantasías labradas durante una charla, exageraciones esculpidas en las distintas versiones de ese párrafo que escribimos una y otra vez en las cartas a nuestros familiares y amigos.
Recordar, dicen los etimólogos, significa «traer de nuevo al corazón». El corazón, sin embargo, no es más que un órgano desmemoriado que bombea sangre. Es mejor no recordar nunca nada. También es mejor leer como un lector olvidadizo que, habiendo soslayado temporalmente el final, goza cada momento del recorrido sin esperar la indulgencia de un final que ya conoce. Recordar, releer: transformar el recuerdo: sutil alquimia que nos concede el don de reinventar nuestros pasados.