Por Augusto Monterroso
Yo creo que sí, yo creo que al escritor toda experiencia lo enriquece. A propósito de esto, pues, contaría una anécdota. Hace doce o quince años fui invitado a dar unas conferencias en la Universidad de Michigan & Harvard, en Estados Unidos. Yo nunca había sido invitado a dar conferencias ni en la Universidad de Michigan ni en ninguna otra Universidad y, por una especie de locura, acepté. Fui a pedir la visa a la Embajada de los Estados Unidos, me la dieron y me dirigí a Michigan. Allí, afortunadamente, yo llevaba un poco de miedo o mucho, todo por esa experiencia nueva, de cómo la iba yo a manejar. Afortunadamente, al llegar al aeropuerto de Detroit, las autoridades me detuvieron, no me dejaron pasar, vieron un libro, debe de haber habido un error muy grave de la seguridad en la Embajada de los Estados Unidos en México. Así que, de cualquier manera, me habían dado la visa, llegué yo allí, me apartaron y me detuvieron durante… primero, unos minutos, en que trataron de interrogarme sobre mis ideas, ¿un cenicero?, me dijo: “¿Cuáles son sus ideas, señor fulano?”, y yo les dije: “Señor, lo invito a oír las conferencias que voy a dar en la Universidad de Michigan desde mañana, para que usted oiga mis ideas, a eso he venido”. Eso le hizo montar en cólera, como se decía en las novelas antes, y empezó a acusarme de comunista; de que yo era un comunista y por acá y por allá.
Pero ésa es una parte de la anécdota; la otra es la que responde mejor a lo que Pedro Sorela me estaba preguntando, y es que las autoridades estaban, pues, alarmadas con lo que estaba pasando, las autoridades no de este monstruo, sino las autoridades de la Universidad que me había invitado. Entonces la Srta. Weaver, Miss Weaver, me llamaba por teléfono al aeropuerto a decirme: “Profesor Monterroso, todo se está arreglando ya, ya estamos hablando con Washington, ya se va arreglar su caso”. Y yo, internamente, estaba feliz porque ya no iba a dar las conferencias; yo tenía un miedo espantoso y temía verdaderamente que se fuera a arreglar. Tres cuartos de hora después, Miss Weaver llamaba al aeropuerto y me decía: “No se preocupe, profesor, ya esto se está arreglando, ya hablamos con nuestro Senador en Washington y él ya está arreglando eso”. Y así durante las cinco horas que estuve detenido, Miss Weaver y otras autoridades llamaban constantemente para tranquilizarme. Por una parte, a medida que pasaba el tiempo, como yo les dije antes, yo me tranquilizaba, porque ya no iba a darlas. Pero, por otra parte, yo les decía a ellos: “Miss Weaver, no se preocupe”.
De estas experiencias es de lo que vive un escritor. Si a un escritor no le pasa nada, pues tampoco va a tener qué contar. Pero escribir eso, ella la veía un poco como la amenaza de que yo iba a contar eso en toda la prensa, y no, yo sencillamente estaba pensando en tranquilizarla, en el sentido de que cualquier cosa que le pase a un escritor es su alimento, mientras que no sea la muerte. Pero la cárcel, y tenemos aquí el ejemplo maravilloso de Cervantes, el cautiverio, las aventuras, ser empleado que recoge granos o que cobra impuestos por todos los campos de España. Todo eso que algunos críticos y biógrafos dicen: “¡Pobre Cervantes! Iba por allá” es precisamente lo que enriqueció a Cervantes, lo que lo hizo cada vez más humano y pensaba yo en eso cuando usted me decía de si hay algo popular en lo mío. Desgraciadamente no, pero pensaba yo en Cervantes. Como él, por fuerza de las circunstancias había recorrido tanto pueblo y conocido a tanta gente y oído tantas cosas, que eso enriqueció inmensamente su obra.
Cervantes viajaba por una razón. Nosotros viajamos por otras, y eso lo vas almacenando y lo vas convirtiendo en algo tuyo, quizá en una página, en un cuento, en un ensayo, o en lo que sea. Si eso responde a tu pregunta… Si uno está enlazado al lugar donde vive, ya sea para bien o para mal, por exilio o invitación, o por homenajes, o por todo eso, la experiencia te enriquece. Cada una de esas experiencias enriquece nuestra obra al ser transformada en arte.