Por Kazuo Ishiguro
Como le he explicado muchas veces a mi esposa, todos los libros que están de mi lado de la cama son parte de algún proyecto fundamental, y no tiene caso limpiar y quitarlos. Por ejemplo, está mi proyecto sobre Homero: las nuevas traducciones al inglés de Stephen Mitchell de La Ilíada y La odisea. Estas versiones son ordenadas y menos líricas que las grandiosas traducciones de Falges, pero las emociones profundas se asoman poderosamente desde esas sutilezas.
Debajo de ellos está The Mighty Dead: Why Homer Matters, de Adam Nicolson, que quizá leeré, o no, después. Luego está mi proyecto del gótico sureño: El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, y Sangre sabia, de Flannery O’Connor, ninguno de los cuales he leído. Encima de todos, sin embargo, está Joni Mitchell in Her Own Words: Conversations With Malka Marom. Curiosamente, he descubierto que admiro cada vez más a Mitchell conforme envejezco (lo opuesto de mi experiencia con la mayoría de sus colegas cantautores de la década de los setenta). Discos como Hejira y Blue ahora suenan innegablemente como arte del bueno y no estoy siendo para nada nostálgico cuando lo digo. Pero siempre ha sido un enigma para mí, y espero que este libro rebose de revelaciones silenciosas.
Recientemente, Charlotte Brontë desbancó a Dostoyevski [como novelista favorita]. Conforme releo en mi madurez, soy menos paciente con el sentimentalismo de Dostoyevski y esas largas divagaciones improvisadas, que debieron haberse eliminado al editar. Sin embargo, su acercamiento a la locura es tan abarcador y profundo, que uno comienza a sospechar que se trata de una enfermedad universal. En cuanto a Brontë, bueno, le debo mi carrera, y muchas cosas más, a Jane Eyre y a Villete.