Por Patricia Highsmith
¿Por qué escribo? Pienso en un determinado número de razones, seis o siete tal vez. Sé por qué empecé a escribir -para exteriorizar una emoción, para verla sobre el papel, ordenada lo mejor que posible. Era un largo ‘poema’ en versos libres sobre castillos, batallas y amor romántico -algo del estilo a Idylls of the King de Tennyson.
Tenía 14 0 15 años. Hacia los 16 tenía ya esas ideas con que se hacen los relatos, algunas siniestras, otras cómicas. ¿Por qué no reunirlas, contarlas de manera divertida? En mi instituto neoyorquino había una pequeña revista en la que los alumnos podían participar. Uno de mis relatos, titulado Mighty Nice Man ganó el primer premio (Un amour de Swann de Proust y Mrs. Dalloway de Virginia Wolf, los dos en la edición Everyman). Al entrar en la universidad, a los 17 años, tenía cada vez más ideas y también una máquina de escribir, allí había una revista, Barnard Quaterly, en donde publicar mis diferentes tentativas. Entregué un buen número de relatos, no todos eran buenos, evidentemente, pero cada año se publicaron tres o cuatro.
Pero ¿por qué? Ante todo, por divertirme. Enseguida descubrí que mis historias podían divertir a los demás, a los estudiantes que se tomaban a veces la molestia de decirme que les había gustado este o aquel relato. A los 19 escribí uno titulado: La heroína; fue juzgado como demasiado terrorífico para la revista del colegio; en mi opinión, no era más sorprendente que todo lo mío ya publicado. Tres años más tarde, el Harper’s Bazaar lo compró (era entonces una revista de prestigio que publicaba buenas cosas). Incluí esa historia en mi primera antología de relatos, El aficionado a los caracoles.
Mi vida privada, hasta que tuve mi propio apartamento a los 21 años, era un poco caótica; vivía con mi madre y mi padrastro, que cada dos años estaban a punto de separarse; se separaron al menos tres veces y se volvieron a reconciliar… No parece sorprendente, pues, que sintiese la necesidad de poner un cierto orden en las cosas. Un relato no es quizá sino poner un poco de orden, pero siempre era eso, escrito a máquina, ahí.
A los 22 me marché a México con la intención de escribir un libro. Tenía poco dinero. Vivía sola y trabajaba mucho, estoy segura de que al menos seis horas al día. Escribí cerca de cuatrocientas páginas, una especie de novela gótica aunque situada en el Nueva York contemporáneo. Jamás la terminé. Pero es tal vez de este periodo de México de donde procede mi disciplina. Escribir, intentarlo, se convirtió en un placer en sí mismo, una necesidad. Después de ser una necesidad, escribir se convierte en una forma de vida, como la droga, o las drogas, son para algunos una manera de vivir. Esto me recuerda una observación de Cyrill Connolly en The unquiet Grave: La recompensa del arte no es la fama o el éxito, es una sensación de ebriedad: por eso, tantos malos artistas son incapaces de abandonar.
Con esa larga novela inacabada era una mala artista, pero estaba enganchada; en realidad lo estaba desde hacía años. La creación me permitía escapar de la realidad, que a menudo era aburrida, sórdida, sin sorpresas y de nivel muy bajo. De nuevo ¿por qué? ¿El empuje fuerte, pero agradable, de las ideas? Sí.
Hay todavía otra razón: soy ansiosa por naturaleza, preveo siempre lo peor. Si he cogido un billete de tren, me imagino siempre que llego con cinco minutos de retraso, a pesar de mis esfuerzos por llegar media hora antes. En la vida, no pierdo mis trenes, pero la idea de hacerlo me inquieta. Invento, pues, intrigas en las que sucede lo peor, o en las que el héroe teme que lo peor suceda. No podría decir si esto me tranquiliza o no. Tales intrigas solo pueden agravar mi angustia innata. Escribo también historias de asesinatos, sin comprender enteramente lo que se puede sentir cuando se suprime una vida. Ahí se encuentra para mí quizá la fascinación: pese a todos mis esfuerzos nunca podré comprender esa forma excepcional de culpabilidad.
Los escritores deben pasar gran parte del tiempo solos, lo que hace difíciles determinadas relaciones, pero no la amistad. Adoro estar sola, el silencio tiene para mí una substancia y una calidad propias, como la música. Yo no puedo imaginar vivir sin escribir. No haría más que existir, la vida sería real y aburrida, sin viajes hacia otros mundos, sin risas, sin satisfacción.