Por Paul Auster
Las ideas de la mayor parte de las novelas que he escrito se desarrollaron a lo largo de meses, o años. Y es como una música que escucho en mi cabeza, diferente para cada libro. Escucho un tono y empiezo quizás con un personaje o con una situación, y a medida que las cosas van tomando su rumbo, me llega a la mente más materia, y luego trato de encontrar la mejor manera de expresar ese material bajo el aspecto formal de la novela. Pero en este caso sucedió a la inversa. Yo estaba sentado un sábado a la mañana tomando mi té de la mañana y leyendo el periódico, y esta idea formal se me ocurrió. ¿Por qué no escribir un libro sobre una persona con distintas versiones paralelas de su vida? Pero tampoco fue un rayo. Es como si mi inconsciente hubiera estado haciendo todo este trabajo y yo no lo hubiera entendido, hasta que empezó a salir a la superficie. No estaba seguro de cuántas versiones debía haber, empecé a jugar con distintas posibilidades y finalmente pensé que cuatro era lo mejor para los fines que yo perseguía. Cuatro porque es el cuadrado perfecto, las cuatro estaciones, los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales de la brújula. Hay algo mágico en el número cuatro. Con las semanas descubrí que no tenía que contar toda la historia de su vida, sino sus primeros veinte años, que por supuesto son los años más tumultuosos y extraordinarios que vivimos como seres humanos.
Fui descubriendo el libro a medida que lo escribía. La mayor parte de mis libros los he escrito de esa manera. Hay novelistas que hacen un mapeo previo de todo lo que van a escribir, pero para mí eso destruye la aventura, y creo que la espontaneidad es algo muy preciado para un poeta o un novelista. Si no hay aventura no hay descubrimiento. Es una forma riesgosa de trabajar, pero no me puedo imaginar escribiendo de otra manera.
Al avanzar en la escritura del libro observé que después de cada capítulo quedaba exhausto. Cada capítulo era como un cuento largo o como una novela corta. Tenía que hacer una pausa y durante esas pausas, lo que hacía era leer todo de nuevo. Lo leía haciendo correcciones, perfeccionando la prosa, y al leerlo con tanta frecuencia era como memorizar el libro. Me sabía todas las oraciones del capítulo y decía “Bueno, a ver, estoy listo para empezar a escribir de nuevo”. Entonces pensaba, hacía notas mentales y se me ocurrían ideas, situaciones, personajes, hechos y luego empezaba a escribir el siguiente capítulo, y de las veinticinco cosas que yo pensaba que iba a incluir, a lo mejor me concentraba en cuatro y después surgían dos o tres nuevas a medida que estaba escribiendo.