Por Valeria Luiselli
Empecé, primero, a escribir la novela, a escribir notas, en el verano de 2014, que fue el año en que estalló la mal nombrada “crisis migratoria” que existe entre los refugiados, o la diáspora de niños afroamericanos que llegaban a Estados Unidos a pedir asilo. Desde que empezó a hacerse visible esa crisis, francamente no me era posible pensar en casi nada más. Estaba además cruzando Estados Unidos, escuchando versiones de esta crisis, leyendo versiones de esta crisis en los periódicos de Oklahoma, en la radio, en Arkansas, en los diners de carretera de Arizona. Dejé de escribir lo que estaba escribiendo es ese momento, que era una novela sobre Sudáfrica, y me puse a anotar lo que escuchaba y lo que veía; es decir, cómo se estaba generando un discurso en torno a esta crisis.
Empecé a pensar en el motor, en cuál sería el motor del libro. Pensé en la manera en que nos pasamos historias intergeneracionalmente, cómo les dejamos a las generaciones más chicas una versión del mundo, una explicación de la violencia política, una versión de los mitos fundacionales de los países, y cómo esas generaciones rearticulan a veces con mucha menor lucidez, echando luz en lo que parece normal, y en realidad no hay que normalizar, y cómo entonces articulan otra historia.
Empecé a pensar en esas dos cosas, por lo menos en ese cúmulo de primeras intuiciones, y cuando regresamos mi familia y yo a Nueva York después de ese verano, me involucré de manera más activa en la crisis en la cortes de migración, traduciendo testimonios, como decías tú hace rato, para, una vez traducido el testimonio de un niño, poder encontrar un abogado que lo representase y lo defendiese de la orden de deportación.
Mientras tanto seguía escribiendo lo que iba a ser Desierto sonoro, pero en ese periodo en particular empecé hacer todo muy mal. Empecé a usar la novela como vehículo de mi propia rabia política, mi confusión ante el sistema migratorio, los testimonios que escuchaba de los niños, y se estaba haciendo un caldo asqueroso. Entonces paré, hice lo que tenía que hacer, pero no me había dado cuenta hasta entonces de que era más sencillo y directo escribir un ensayo que denunciara lo que yo estaba viendo en la corte como testigo cercano. Entonces eso hice, dejé la novela y escribí Los niños perdidos. Lo escribí primero en inglés, como un ensayito, que fue publicado en una revista. Luego se los mandé a mis editores en Sexto Piso, Diego y Eduardo Rabasa, y les dije: “Oigan, ayúdenme a buscar en español una revista, un medio que le pueda interesar ese ensayo”. Buscamos un traductor y ya. Lo leyeron y me dijeron: “Más bien nos interesaría hacer un librito”. Yo me resistí un poco a esa idea, pero dijimos que bueno; que cuando fuera a México hacíamos una reunión y lo platicábamos y mirábamos qué quedaba.
Llegué a México y la reunión ocurrió en una cantina, como suele pasar en México, y yo creo que este caso fue con alevosía de su parte, porque al cuarto tequila me habían convencido de que yo era una traidora a mi madre patria, a la Virgen de Guadalupe, a mi madre misma, por haber escrito este libro en la lengua del imperio. Entonces, tras esa acusación interiorizada por mí, inmediatamente firmé una servilleta comprometiéndome a reescribir en español todo lo que estaba escribiendo. Así pasó, con Tell Me How It Ends, un ensayo que después en español fue Los niños perdidos, y estoy muy agradecida de que me hayan emborrachado y hecho firmar esa servilleta esa noche, porque reescribir el libro en español lo convirtió en un libro. Realmente no era un libro, era un ensayo, pero al reescribirlo en mi otro idioma, tuve no solo que tener una conversación con mi comunidad lingüística, sino que pude entender el problema del cual yo estaba hablando con muchísima mayor apertura geográfica, como un problema hemisférico; no un problema de un país y otro país, sino de un territorio por el cual han migrado las personas, y que hay que comprender.
Fue buena idea en ese caso, pero ya con Desierto sonoro no firmé ninguna servilleta. La tradujo espléndidamente Daniel Saldaña París, que es un escritor de mi generación que tiene muy buen oído, y con quien comparto lecturas y más. Yo entré a cotraducir cosas con él, y a revisar y demás. Entonces Desierto sonoro es casi el mismo libro que el original en inglés y es como otro original en español. No es tan distinto. Es como en el caso de casi todo lo que yo he transcrito.