Por Cynthia Ozick
El mundo del libro lo disputan dos especies de escritores: los que aplican la prosa de segunda mano y los que no. Imagine un gran rollo de tela, no de lino o seda, sino de poliéster barato. El escritor de segunda mano corta piezas de la misma, capítulo por capítulo, cuento a cuento. Sin embargo, independientemente de lo que cosa con ellas, ya sea novela o cuento (o incluso poesía), siempre será poliéster. El segundo tipo de escritor aspira a convertirse no sólo en un escritor de gatillo fácil sino en algo completamente distinto: un escritor que también es artista. El arte literario combina lenguaje forjado de yuxtaposiciones frescas, de palabras que no se escuchan en el mercado o en la tienda de jardinería, con ideas y observaciones que, aunque un poco gastadas (porque todos los cuentos se han contado antes), nos parecen nuevas. Pero hay otro elemento al acecho que no puede ser nombrado o descrito, que va más allá del pensamiento y de la lengua que lo transporta. Una especie de halo de la intuición mezclado con perspicacia, un escurridizo velo de sentimiento que no puede ser deseado o planeado o incluso solicitado. Somos, sin embargo, conscientes de su presencia en, por ejemplo, La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, o Campesinos de Chéjov, o La marca de nacimiento de Hawthorne, o en comedias del absurdo como Don Quijote o La importancia de llamarse Ernesto, de Wilde. Y ese es el inasible, insondable, indecible tercer elemento que hace el arte. En muy raras ocasiones, y sólo cuando una obra llega a su fin, puedo sentir un susurro fugaz de ese tercer elemento. Pero pocas veces, casi nunca; la escritura está a la altura de su reputación y de su verdadero nombre. Es un trabajo duro.
Una historia, un barrio o un paisaje pueden ser invocados, pero nunca un incidente. Huyo de lo autobiográfico, me frustra, me limita demasiado, pone freno a cualquier ápice de fluidez. En los campos sin límites de la invención puedo hacer que sucedan cosas que nunca sucedieron, ir a donde me plazca y ver, y hacer, sin miedo, cualquier cosa, todo lo ajeno a mi estrecha experiencia. Puedo vivir otra vida. La ficción es impostura, la alegría de mentir sin penalización.
Fuente: El Cultural