Por Anne Sexton
Hasta los veintiocho años tuve una especie de “yo” que permanecía sepultado, que no sabía que podía hacer otras cosas, aparte de preparar salsa blanca y cuidar bebés. No tenía noción de que poseía algún tipo de profundidad creativa. Era víctima del “sueño americano”: burgués y de clase media. Todo lo que deseaba era un pedacito de vida: casarme, tener hijos. Pensaba que las pesadillas, las visiones y los demonios se apartarían si había suficiente amor como para abatirlos. Hacía mi mejor esfuerzo por llevar una vida convencional, porque así fue como me criaron, y eso era lo que mi esposo quería de mí. Pero una no puede levantar pequeñas cercas blancas para dejar fuera las pesadillas. Todo se quebró cuando estaba por cumplir veintiocho años. Tuve una crisis psicótica y traté de matarme.
(…) Al principio le dije a mi doctor: “No sirvo, no puedo hacer nada. Soy estúpida”. Me sugirió entonces que intentara educarme a través de la estación de TV educativa de Boston. Me dijo que tenía una mente perfectamente sana. De hecho, después de que me hizo un test de Rorschach, afirmó que poseía un talento creativo que no estaba utilizando. Yo no estaba muy de acuerdo, pero seguí su consejo. Una noche, vi a I.A. Richards en la televisión educativa, cuando leía un soneto y explicaba su construcción. Y pensé para mí misma: “Yo podría hacer eso, quizás. Podría intentarlo”. Así que me senté y escribí un soneto. Al día siguiente, escribí otro, y así sucesivamente. Mi médico me animó a continuar. “No te mates”, decía, “tus poemas pueden significar algo para alguien, algún día”. Eso me dio un sentimiento de propósito, de pequeña causa, algo para hacer con mi vida, sin importar lo podrida que estuviese.