Por Chuck Palahniuk
Uno: Hace unos años mi método de escritura era lo que podríamos llamar «el temporizador». He aquí el método: cuando no quieras escribir, pon la alarma de uno de esos temporizadores de cocina para que suene al cabo de una hora y siéntate a escribir hasta que suene. Si para ese momento sigue sin aparecerte escribir, eres libre. Pero, normalmente, para cuando suene la alarma, estarás tan metido en tu trabajo, disfrutándolo tanto, que querrás continuar. En vez de un temporizador, puedes poner la lavadora o el lavavajillas y usar el tiempo de lavado para cronometrar tu trabajo. Alternar la tarea mental que supone escribir con la física de hacer la colada o lavar los platos te proporcionará las pausas que necesitas para que te lleguen nuevas ideas y percepciones. Si te atascas y no sabes como continuar la historia… limpia el baño. Cambia las sábanas. Quítale el polvo al ordenador. Seguro que, mientras tanto, aparece una idea.
Dos: Tus lectores son más listos de lo que imaginas. No temas experimentar con las formas de la historia ni con los cambios en el tiempo. Mi teoría personal es que los lectores jóvenes se distancian de la mayoría de los libros, no porque sean más tontos que los del pasado, sino precisamente porque el lector de hoy es más listo: las películas nos han hecho muy sofisticados para la narración. De modo que impactar a tus lectores es más difícil de lo que crees.
Tres: Antes de sentarte a escribir una escena, medítala y conoce cuál es el propósito de dicha escena. ¿Qué situaciones previas han conducido hasta ella? ¿Qué consecuencias tendrá a su vez? ¿Cómo activa tu trama? Mientras trabajas, conduces o haces ejercicio, dale vueltas a esas cuestiones. Toma notas conforme tengas ideas. Y solo cuando tengas claro el armazón de la escena, siéntate y escríbela. No te pongas a escribir sin algo concreto en mente, porque eso significará que tu lector acabará por aburrirse leyendo una escena en la que apenas sucede nada.
Cuatro: Sorpréndete a ti mismo. Si consigues llevar la historia –o dejar que ella te lleve a ti– a un lugar que te asombre, entonces podrás sorprender de igual manera a tu lector.
Cinco: Cuando te atasques, vuelve sobre lo anterior y lee los capítulos anteriores, buscando personajes o detalles que puedas resucitar como «armas enterradas·. Cuando estaba acabando de escribir El club de la lucha, no tenía ni idea de qué era lo que iba a hacer con el edificio de oficinas. Pero releyendo el primer capítulo, me encontré el comentario fortuito sobre cómo mezclar nitro con parafina para fabricar explosivos plásticos. Esa simple acotación («la parafina nunca me ha funcionado»), fue la perfecta “arma enterrada” que use al final para salvar mi culo de narrador.
Seis: Utiliza el escribir como una excusa para hacer una fiesta cada semana, incluso aunque llames a esa fiesta «taller”. Pasar tiempo con otra gente que valora y apoya la escritura, compensa esas horas que pasas a solas, escribiendo. Incluso si algún día publicas y ganas dinero con tus textos, ninguna cantidad te compensará del tiempo que pasas a solas. Así que coge tu “cheque” por adelantado, haz de la escritura una excusa para estar con gente. Cuando llegues al final de tu vida, confía en mí, no mirarás atrás saboreando los momentos que pasaste a solas.
Siete: Mantente todo el tiempo que puedas en el territorio del «no saber». Cuanto más tiempo le des a una historia para que tome forma, mejor forma tendrá. No apresures o fuerces el final de una relato o una novela. Todo lo que tienes que planear es la próxima escena, o unas pocas próximas escenas. No tienes que conocer cada momento de la narración hasta el final; de hecho, si lo haces, será terriblemente aburrido de ejecutar.
Ocho: Si necesitas más libertad en la historia, entre borrador y borrador, cambia los nombres de los personajes. Los personajes no son reales, ellos no son tú. Pero al cambiar sus nombres arbitrariamente, consigues la distancia que necesitas para torturarlos de veras. O peor, bórralos, si eso es lo que la historia necesita de verdad.
Nueve: En un seminario escuché que existen tres tipos de discurso (no sé si es verdad, pero tiene sentido). Estos tipos son: descriptivo, imperativo y expresivo. Descriptivo: “El sol se levantó alto.” Imperativo: “Camina, no corras.” Expresivo: “¡Ay!” La mayoría de los escritores de ficción utilizarán sólo uno (dos, todo lo más). Así que usa los tres. Mézclalos. Así es como la gente habla.
Diez: Escribe el libro que quieres leer.
Once: Hazte ahora fotos de autor, con chaqueta, mientras eres joven. Y hazte con los negativos y el copyright de esas fotos.
Doce: Escribe sobre los temas que realmente te preocupan. Esas son las únicas cosas sobre las que merece la pena escribir. En su curso, «Escritura peligrosa», Tom Spanbauer enfatiza que la vida es demasiado preciosa como para desperdiciarla escribiendo historias insulsas y convencionales que no tienen ningún lazo personal contigo.
Trece: Casi cada mañana, desayuno en el mismo restaurante. Esta mañana un hombre estaba pintando el escaparate con dibujos navideños. Muñecos de nieve, copos de nieve, campanas, Papa Noel. Permanecía de pie, fuera, en la acera, pintando con pinturas de diferentes colores. Dentro del restaurante, los clientes y los camareros observaban como esparcía pintura roja y blanca y azul en el exterior de la gran ventana. Tras él, la lluvia cambió a nieve, cayendo de un lado a otro con el viento.
El pelo del pintor era de todos los tonos de gris, y su cara, flácida y arrugada como el culo vacío de sus vaqueros. Entre colores, paró para beber algo de un vaso de papel.
Observándolo desde el interior, comiendo huevos y tostadas, alguien dijo que era triste. Este cliente dijo que el hombre era, probablemente, un artista fracasado. Que lo del vaso de papel probablemente sería güisqui. Que probablemente tenía un estudio lleno de pinturas fracasadas y ahora vivía de decorar escaparates de restaurantes y tiendas. Triste, triste, triste.
El pintor siguió poniendo colores. Primero el blanco nieve. Después, algunas extensiones de rojo y verde. A continuación unas líneas de negro que delimitaban las formas de los colores y las convertían en paquetes de regalo y árboles.
Un camarero caminó por el restaurante sirviendo café a la gente y dijo: «Qué bonito. Ojalá yo pudiera hacer algo así…»
Y tanto si envidiábamos como si nos daba pena el pintor en el frío, él siguió pintando. Añadiendo detalles y capas de color. Y no estoy seguro de cuándo pasó, pero en algún momento ya no estaba allí. Las pinturas eran tan ricas, llenaban el escaparate, los colores eran brillantes, pero el pintor se había ido. Tanto si era un fracasado como un héroe. Había desaparecido, se había largado a donde fuera, y todo lo que quedaba era su trabajo.