Por Günter Grass
Kandinsky decía: «La forma agradece su buena definición al proporcionar por si sola el contenido». Frase bella y convincente, frase a la que debemos el tapiz con dibujos pequeños y grandes, compuesto en mayúsculas y minúsculas. Todos la han entendido. Los pintores, los poetas, la industria del embalaje y los inventores de los aparatos de sonido. Sacudamos la frase; su sentido debería soportarlo: «El contenido agradece su buena definición al proporcionar por sí solo la forma». Sin embargo, la inversión de la frase tampoco convence del todo. No es posible hablar de forma y contenido, de contenido y forma, en una sola frase. Son máximas que a lo sumo sirven para la primera página del catálogo de una exposición de artes plásticas o como sentencia para el dorso de un calendario progresista. Por lo tanto intentaré sembrar la desconfianza entre varios signos de puntuación; es más, entre la forma y el contenido.
Al enumerar actividades cuya falta de sentido ha adquirido un carácter proverbial estamos hablando de virtudes humanas: escupir contra el viento, remar contra la corriente, estrellar la cabeza contra la pared, predicar en el desierto. Y tocamos una virtud más al recordar a aquellos que se afanaron en escribir o pintar a pesar del contenido, o que como Maillol observaron año tras año a la misma muchacha rolliza, para ayudar a la mano creadora a delinear con claridad una rodilla o a incrustar una vértebra cervical que solo los verdaderos fetichistas sabrían descubrir.
El contenido es el inevitable rebelde, el pretexto para la forma. La forma o la sensibilidad para ella es algo que se tiene, que se lleva como una bomba en el maletín. Solo se requiere el detonador —llamémoslo historia, anécdota, hilo rojo, tema o también contenido— para concluir los preparativos de un atentado durante largo tiempo planeado, y exhibir unos fuegos artificiales desplegados a la altura correcta y en condiciones climáticas favorables, con la explosión correspondiente unos segundos después de que el ojo pudo deleitarse. Todos los autores de atentados, incluso de los literarios, estarán de acuerdo conmigo en lo siguiente: si el detonador o el contenido permanece en el maletín durante demasiado tiempo, si es desarmado precipitadamente o antes de tiempo, si la relación entre la bomba y el detonante se altera, en suma, si se cazan gorriones con un cañón o cachalotes con pistolas de agua, el sucedáneo aún sin nombre se burlará de los dioses, antes tan fáciles de entretener.
Mencionaré de paso a los que desprecian la forma, calientan todo el voluminoso contenido en su pecho y solo aportan entusiasmo a la obra de su pluma.
Es difícil hallar y fijar un verdadero contenido, es decir, uno que sea terco, delicado como un caracol y detallado, aunque con frecuencia se encuentre en plena calle haciéndose el desentendido. Los contenidos se desgastan, se disfrazan, se hacen los tontos, se califican de banales y de esta manera esperan sustraerse al penoso tratamiento de la mano del artista.
Cuando la mano del artista busca por un tiempo pero sigue vacía, o no muestra la habilidad suficiente para lo que encontró, la boca del artista reniega de los contenidos y su cabeza se acuerda de aptitudes y cualidades formales muy propias. «El qué no es lo importante, solo el cómo. El contenido solo estorba, es una concesión al público. El arte busca la forma en sí. El arte es eterno, debe superar el espacio y el tiempo, ya los ha superado. Solo los del este todavía practican el realismo social. Nosotros, sin embargo (los artistas hostiles al contenido suelen hablar en plural), nos hemos adelantado a nosotros mismos, el vuelo de nuestras ideas revienta a diario y por los mismos gajes del oficio toda forma importuna». Cuántas cosas pueden crearse teniendo imaginación. Nuevas perspectivas, constelaciones, estructuras, aspectos, acentos; nada de todo ello existió jamás. Los pintores descubren el plano (como si Rafael hubiese abierto agujeros en el lienzo), los poetas se remiten al subconsciente y sueñan con cierto miedo, si bien de manera literariamente productiva, que ellos mismos pudieran convertirse en epígonos de este edén de las metáforas o ser desvalijados —lo que resultaría aún peor— por ladrones epigonales de los sueños y del subconsciente.
Entretanto los contenidos, hartos de sí mismos, siguen en plena calle y se avergüenzan de su contenido.
Fuente: Grass, Günter, Ensayos sobre literatura, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2003.