Por John Cheever
En lo que respecta a mentir, me parece que la falsedad es un elemento fundamental de la ficción. Parte de la emoción de que le cuenten a uno una historia procede del hecho de ser engañado o seducido. Contar mentiras es una especie de juego de manos que muestra nuestros sentimientos más profundos acerca de la vida.
La verosimilitud es, a mi entender, una técnica que uno explota para asegurar al lector la veracidad de lo que se le está contando. Si el lector realmente cree que está sobre una alfombra, la puedes sacar de debajo de él. Claro que la verosimilitud también es una mentira. Lo que he querido siempre de la verosimilitud es la probabilidad, que es en gran medida el modo en el que vivo. Esta mesa parece real, la cesta de fruta pertenecía a mi abuela, pero una loca podría entrar por la puerta en cualquier momento.
La leyenda de que los personajes salen huyendo de sus autores, que toman drogas, cambian de sexo y se convierten en presidente implica que el escritor es un estúpido que no tiene ningún conocimiento ni dominio de su oficio. Eso es absurdo. Claro que cualquier ejercicio imaginativo valioso aprovecha una memoria tan compleja y apabullante que disfruta realmente del carácter expansivo – los giros sorprendentes, la respuesta a la luz y a la oscuridad – de cualquier ser vivo. Pero la idea de que los autores vayan corriendo inútilmente tras sus estúpidas invenciones resulta deleznable.
La ficción es una experimentación; cuando deja de ser eso, deja de ser ficción. Uno nunca escribe una frase sin sentir que nunca se ha escrito de esa manera, y que puede que incluso la sustancia de la frase no se haya sentido nunca. Cada frase es una innovación.
Fuente: Echeverría, Ignacio (ed.), The Paris Review. Entrevistas, El Aleph, Barcelona, 2007.