Por Edith Wharton
«Seguramente, ninguna otra parte de la novela debe tener una visión más clara de lo inevitable que su final, por lo que cualquier vacilación, cualquier error a la hora de unir los hilos, dejará claro que el autor no ha dejado madurar el tema en su cabeza. Un novelista que no sabe cuándo termina su historia y que sigue estirándola, episodio tras episodio, una vez que ha finalizado, no solo debilita el efecto de la conclusión: también merma el significado de todo cuanto ha expuesto antes.»
«A mí nunca me ha conmovido la historia aquella de las lágrimas que derramó Dickens por la muerte de la pequeña Nell (personaje de la novela El almacén de Antigüedades [1841], de Charles Dickens), quiero decir, que no me afectó si fueron lágrimas de verdad, lágrimas reales, y no destiladas de la leche del Paraíso. La labor del artista es hacer llorar, pero no llorar él; hacer reír, pero no reír; y, a menos que el llanto y la risa, y la carne y la sangre, sufran transmutación y el artista las convierta en la sustancia con la que se hace el arte, ni son asunto suyo, ni tampoco nuestro.»
«Cuando publiqué mi primera colección de relatos, una de las primeras críticas que recibió comenzaba así: “Cuando la autora haya dominado los rudimentos de su oficio sabrá que todos los relatos deben comenzar con un diálogo”. A pesar de mi inexperiencia no me afectó el dogmatismo de esta afirmación, porque ya era oscuramente consciente de que cualquier historia, larga o corta, debe comenzar como el tema requiera, que las únicas reglas que hay que tener en cuenta en el arte salen de dentro, y que no deben aplicarse reglas ya preparadas que vengan de fuera.»
«Mientras lamentaban la ausencia de argumento en mis primeros libros, los críticos se habían puesto de acuerdo, por el momento, en ensalzar lo que llamaron su brillantez. (…); yo escribía como podía, y sentía una felicidad espontánea cuando me ensalzaban. Sin embargo, la experiencia llegó a coartar mi tendencia natural a poner las cosas claras, y fui consciente –felizmente consciente- de que había suavizado mi estilo, reduciéndolo a una textura más lisa que pasaría desapercibida. Y fue en ese momento cuando los críticos volvieron a unirse en un coro de reproches.»