Por Graham Greene
Desconozco qué interpretación le habría merecido a Freud, pero durante más de treinta años mis sueños más felices han sido los relacionados con las librerías de usados: se trata de librerías conocidas que vuelvo a visitar. Esas librerías conocidas son las que, desde luego, jamás han existido: a regañadientes he llegado a semejante conclusión. En algún lugar no muy alejado de la Gare du Nord, en París, tengo un vivo recuerdo de una librería que estaba al final de una larga calle que ascendía en cuesta, un establecimiento de bastante profundidad y de altos anaqueles (tenía que servirme de una escalera para llegar a la parte más alta). Al menos en dos ocasiones me recorrí todos los estantes (allí, según creo, compré la traducción de Fanny Hill al francés hecha por Apollinaire). En cambio, una vez terminada la guerra en vano busqué aquella librería. Es evidente que la librería pudo haber desparecido; lo malo era que ni siquiera la calle estaba donde yo la recordaba. Además, había una librería de Londres que aparecía en mis sueños con gran frecuencia: recuerdo con claridad la fachada, pero no el interior. Estaba en un lugar comprendido entre la trasera de Charlotte y el punto en que uno desemboca en Euston Road. No entré jamás en ella, y ahora estoy totalmente seguro de que jamás existió aquella librería. Cuando tenía uno de aquellos sueños, siempre despertaba con una sensación de felicidad y de expectación […].
Es más fácil convertirse en coleccionista. Lo de menos es qué se coleccione; lo que cuenta es que así se tiene la llave de la puerta. La colección en sí carece de importancia. Lo que importa es el entretenimiento de la caza, los personajes que se conocen, los amigos que uno se hace. Cuando yo era adolescente probé por vez primera el sabor de la bibliofilia comprando toda clase de libros sobre las expediciones a la Antártida. Aquellos libros ya no los conservo. Hoy tendrían un cierto valor en el mercado, pero, ¿qué más da? Antes de la guerra coleccionaba literatura de la Restauración porque estaba trabajando en una biografía de Rochester que iba a publicar nada menos que treinta años después. No se trataba de primeras ediciones (un lujo que no me podía permitir), y tampoco las tengo ya conmigo: desaparecieron algunas durante la guerra, y otras lamentablemente abandonadas cuando me fui de Inglaterra.
El valor que para el coleccionista tiene su colección no depende tanto de su valor en el mercado cuanto, seguramente, de la emoción de la caza, y de los extraños lugares a los que a veces le ha llevado la búsqueda. En compañía de mi hermano Hugh, cuya colección de historias detectivescas abarca desde la época victoriana a 1914, de modo que muchas veces salimos de búsqueda los dos juntos, hace poco estuve caminando bajo un torrencial aguacero por las afueras de Leeds, por una zona que bien podría haber formado parte de uno de los documentales de Grierson sobre la depresión. La librería que buscábamos estaba incluida en una guía que era de toda confianza, pero cada vez creíamos menos en su existencia, al tiempo que nos íbamos empapando más y más, caminando entre fábricas abandonadas. Cuando llegamos, no nos cupo duda de que la librería había existido, pues había un rótulo en el que aún se leía “…brero” encima de una puerta que ya no estaba en su sitio, todos los escaparates estaban rotos y el suelo estaba misteriosamente repleto de botas y zapatos de niño, calzado de buena calidad. ¿sería un lugar de encuentro de una mafia infantiloide? Escenas como ésa, junto al descubrimiento de nuevos pubs y de cervezas que uno jamás había probado, son algunas de las recompensas del coleccionista de libros usados.
Fuente: Calle del orco