Por Marguerite Duras
Nunca he podido empezar un libro sin terminarlo. Nunca he hecho un libro que no fuera ya una razón de ser mientras se escribía, y eso, sea el libro que sea. Y en todas partes. En todas las estaciones (…) Por fin tenía una casa donde esconderme para escribir libros. Quería vivir en esta casa. ¿Para hacer qué? Empezó así, como una broma. Quizás escribir, me dije, podría.
Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido.
Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor (…) Un libro abierto también es la noche.
En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo, no. El hijo nunca se pone en duda. Y esa duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. (…) La duda, la duda es escribir. Por tanto, es el escritor, también. Y antes de que esté completamente escrito; es decir: solo y libre de ti, que lo has escrito. Es tan insoportable como un crimen. No creo a la gente que dice: “He roto mi manuscrito, lo he tirado”. No lo creo. O bien lo que estaba escrito no existía para los demás, o no era un libro. Y uno siempre sabe lo que no es un libro. Siempre se ha sabido. Creo también, que sin esa duda primera del gesto hacia la escritura, no hay soledad. Nadie ha escrito nunca a dúo. Se ha podido cantar a dúo, también componer música y jugar al tenis; pero escribir, no. Nunca. (…) Creo que el hecho de que un libro sea más o menos difícil de llevar hacia el lector, en la dirección de su lectura. Si no hubiera escrito me habría convertido en una incurable del alcohol. Es un estado práctico: estar perdido sin poder escribir más…Es ahí donde se bebe. Ya que uno está perdido y ya no se tiene nada que escribir, que perder, uno escribe. Mientras el libro está ahí y grita que exige ser terminado, uno escribe. Uno está obligado a mantener el tipo. Es imposible soltar un libro para siempre será un libro, no, no lo sabe. Nunca. Cuando me acostaba, me tapaba la cara. Tenía miedo de mí. No sé cómo no sé por qué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarme, a mí. Enseguida pasa a la sangre, y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón, sí. De repente late muy deprisa. Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, sí, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí: me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba. Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se Escribe. (…) No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; (…) Siempre, eso creo.
Fuente: Duras, Marguerite, Escribir, Anagrama, Madrid, 1998.
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que grande