Por Annie Ernaux
«Usted puede [= es capaz de] escribir cualquier cosa». Esta frase, que, como otras, he oído y que pretende ser un elogio, es algo que nunca he entendido. Presupone la ausencia de toda necesidad en la escritura, la asimila a un virtuosismo sin relación con la persona del escritor. Pero intenté creer en ello para, finalmente, constatar que era incapaz. De ahí a sentirse «por debajo de la literatura» no había más que un paso que franqueé al darme cuenta, después de tres libros, de la falsedad de las múltiples versiones de la novela empezada sobre mi padre y mi «traición» total, cometida en mi profesión de docente. Entonces me enfrenté a una serie de interrogantes cuya resolución era la condición para seguir escribiendo. Por primera vez, en una especie de introspección literaria, me pregunté sobre mi «sitio» en el texto, como escritora, en relación con mi «sitio» social de ayer y hoy.
Una frase de Roland Barthes resonaba sin parar en mi cabeza: escribir es «la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje» (El grado cero de la escritura). La teoría no es para mí la enemiga de la creación literaria, al contrario, permite pensarla de forma nueva. No obstante, descubriré el «sitio» de mi escritura y el que debía ocupar yo en ella a partir del recuerdo de una sensación. Recuerdo de la escena en la que, siguiendo el gusto del mundo en el que había conseguido integrarme, había regalado a mi madre un jarrón de opalina, presente que había aceptado ella entre incómoda y burlona, sorprendida, riéndose, sobre todo, con una risa que expresaba la incongruencia para ella de un objeto decorativo que no habría sabido dónde poner y la ignorancia que tenía de su valor. En el secreto disgusto, la ira contenida, a la vez contra mí y contra ella que sentí en aquel momento, entendí el desvío, el desgarro entre mi ser de infancia y adolescencia, que habría tenido la misma reacción que mi madre, y el ser que había escogido el regalo según sus nuevos gustos. En ese intervalo, en ese punto intermedio es donde tenía que escribir, en esa distancia de una misma a una misma, en esa línea divisoria entre dos mundos. De aquella constatación surgió el rechazo de la ficción, de la novela, cuya posición dominante y entonces indiscutible me parecía la proyección en literatura de la dominación de las clases llamadas superiores. El «yo», el de mi sitio en el texto, solo podía ser verídico y concebido como un espacio de fusión entre lo íntimo y lo colectivo.
La frase escrita a los veinte años en mi diario, «Escribiré para vengar a mi raza», se hacía eco del verso de Rimbaud: «Soy de raza inferior por toda la eternidad». Convertir el sentimiento de una indignidad original en fuerza de desenmascaramiento y de subversión de las jerarquías, sociales, masculinas, culturales, es lo que creo haber buscado a tientas. La subversión está en la elección de los temas, en el espacio que concedo a lo cotidiano. Más aún, en la mirada que proyecto sobre las cosas y los individuos. La forma del relato, la escritura de cada frase, lo deciden todo. Si el íncipit del Contrato social de Rousseau sigue resonando hoy como un trueno que rasga el horizonte, L’homme est né libre et partout il est dans les fers ( «El hombre ha nacido libre y vive en todas partes entre cadenas»), se lo debe a la antítesis y al verso alejandrino. Desde hace ya casi cuarenta años, lo que me preocupa en cuanto surge la necesidad de un texto son los problemas de forma y de escritura. Buscar la forma justa. Trasladar a la práctica de la escritura la cita de Marx (Observaciones sobre la reciente instrucción prusiana acerca de la censura, 1843) que Georges Perec puso al final de Las cosas: «El medio forma parte de la verdad, tanto como el resultado. Es preciso que la búsqueda de la verdad sea a su vez verdadera». No me interesa «crear un universo», algo que ha aparecido durante mucho tiempo como el fin propio de la literatura y que sin embargo desmienten tanto la obra de Cervantes como la de Proust o Joyce. Me esfuerzo, al contrario, por explorar el mundo real, descifrarlo despojándolo de las visiones y los valores de los que la lengua es portadora en todas las épocas. Substituir la ligereza de los términos de la comunicación que transmiten alegremente la dominación social y sexual por el peso de palabras lastradas de la vida real de la gente. Decir esto significa otorgar implícitamente a la escritura un poder de intervención en el mundo. De esta acción de la literatura encuentro la realidad en mí, en mi memoria. He recibido de la literatura una herencia de apertura y de libertad, capaz de oponerse a la herencia de dominación y de vergüenza. Pero también fuera de mí, en el reconocimiento por los lectores de sentimientos suyos, de situaciones vividas por ellos que hasta ahora no podían nombrar. Es una acción silenciosa, de efectos no cuantificables y múltiples.