Por Marguerite Yourcenar
El oficio de escritor es un arte o más bien una artesanía, y el método depende un poco de las circunstancias. A veces tomo un bloc de papel y garabateo el texto con una escritura, que por desgracia, se vuelve ilegible al cabo de cuatro o cinco días, se marchita, en cierto modo, como las flores, pero puede ocurrir también que vaya derecho a la máquina de escribir y haga una primera versión. En ambos casos, utilizo todos mis impulsos para cada frase; luego tacho, y elijo la que prefiero. […] a la tercera o cuarta revisión, armada de un lápiz, releo el texto, ya casi limpio, y suprimo todo lo que puede ser suprimido, todo lo que me parece inútil. Eso es un triunfo. Al pie de las páginas escribo: suprimidas siete palabras, suprimidas diez palabras. Estoy encantada, he suprimido lo inútil.
Cuando se pasan horas y horas con una criatura imaginaria, o que haya vivido en otro tiempo, ya no es sólo la conciencia la que la concibe, entran en juego la emoción y el afecto. Se trata de una lenta ascesis, se hace callar completamente el propio pensamiento; se oye una voz: ¿qué puede decirme este individuo, qué puede enseñarme? y cuando se oye bien, no nos abandona más. Esta presencia es casi material, se trata en suma de una «visitación». A veces, es algo bastante extraño, la primera visitación se produce en un momento en el que sabemos aún muy poco de ese personaje que se volverá importante para nosotros. Se impone, quizás a través de un clima, como si estuviéramos ya, sin saberlo, dispuesto a recibirlo […] Me ocurre también, me ocurría sobre todo en el pasado, que me adueño de mis personajes demasiado pronto, antes de que hayan dicho todo ellos mismos, y en ese caso el libro fracasa, pero llega un día en que vuelvo al trabajo. Escribí —enteramente— una o dos versiones de Adriano que arrojé al cesto. Las razones de este fracaso eran muy simples: no había cotejado lo suficiente los textos que le concernían, y no había visto lo suficiente los paisajes en los que se había desarrollado su existencia; no había reflexionado lo suficiente sobre ciertos temas para ser capaz de hacerle hablar de ellos. Después, un día, recordé el personaje de Adriano, y debo decir que regresé al trabajo con indecible alegría.
No creo en los escritores que dicen: «Yo consagro todo mi tiempo a mi trabajo». Es probable que consagren una buena parte a conversar, a fumar, a distenderse en un salón o en un café. El poder de concentración del espíritu en el trabajo es tan fuerte, tan agotador, que no los imagino manteniéndolo durante veinticuatro horas, ni siquiera doce. Además, sería agotarse reservas, enriquecimientos necesarios, así como no ver el sol, no mirar los árboles, sería aislarse del medio natural. Existe también un medio humano que nos es esencial, aun si en todos los casos no se le atribuye un gran valor.
Todo escritor es útil o es nocivo. Es nocivo si es farragoso, si deforma o falsifica (aun inconscientemente) para obtener un efecto o un escándalo; si se acomoda sin convicción a opiniones en las cuales no cree. Es útil si ayuda a la lucidez del lector, lo desembaraza de timideces y de prejuicios, le hace ver y sentir lo que ese lector no hubiera visto o sentido sin él. Si mis libros son leídos, y si llegan a una persona, a una sola, y le aportan una ayuda cual-quiera, así fuera por un momento, me considero útil. Como creo también en la duración infinita de todas las pulsiones, como todo continúa y se vuelve a hallar en otra forma, esta utilidad puede extenderse bastante lejos en el tiempo. Un libro puede dormir cincuenta años, o dos mil años, en un rincón de una biblioteca, y de repente lo abro, y descubro en él maravillas o abismos, un renglón que me parece haber sido escrito sólo para mí. En esto, el escritor no difiere del ser humano, en general: todo lo que decimos, todo lo que hacemos trasciende, más o menos. Debemos tratar de dejar atrás nuestro un mundo un poco más limpio, un poco más bello de lo que era, aun si ese mundo es un patio trasero o una cocina.
Nunca cierro nada, ni siquiera mi puerta. Tengo libros y títulos en la obra la cabeza que probablemente no tenga tiempo de escribir, pero en nuestra obra debe de haber algo inacabado, como esa línea interrumpida que los alfareros mexicanos dejan en sus dibujos, para impedir que el espíritu quede prisionero.