Por Sebastián Robles
Friedrich von Hardenberg (1772-1801), más conocido como Novalis, es uno de los más grandes exponentes del romanticismo alemán. Discípulo de Friedrich Schlegel, la muerte de su gran amor, Sophie von Kühn, marcó un punto de inflexión decisivo en su obra, que lo abre a una dimensión metafísica, mística. Es autor de los Himnos a la noche, Enrique de Ofterdingen, La cristiandad o Europa, entre otros escritos, en su mayoría inconclusos. Rodolfo Modern, en su Historia de la literatura alemana (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995), sostiene:
“Para Novalis los fenómenos aparentes de la vida y la muerte, la historia tanto como la naturaleza, eran partículas coherentes de una realidad más alta, sin límites, pero que descansaban en una unidad esencial, en un eterno retorno, al que sólo podía accederse por vías del amor y la poesía. En ningún otro romántico, en verdad, lo poético adquirió tal temperatura cósmica, que, en su caso, se vio acompañada por la imagen y el fuego auténticamente líricos”.
A continuación reproducimos Monólogo, un texto escrito por Novalis en fecha incierta, que fue retomado posteriormente por Martin Heidegger y Roman Jakobson, entre otros, donde expresa, con la intensidad y el lirismo que lo caracterizan, su particular visión acerca del lenguaje y la función de la poesía.
Monólogo
Es algo ciertamente extraño el hablar y escribir; el verdadero diálogo es un mero juego de palabras. Resulta digno de admiración el ridículo error de las personas que creen que hablan para decir las cosas. Justamente lo propio del lenguaje, el hecho de que se ocupa sólo de sí mismo, no lo sabe nadie. Por ese motivo es un misterio tan maravilloso y fecundo, que cuando alguien habla sólo por hablar exprese precisamente las verdades más exquisitas y originales. Por el contrario, si quiere hablar sobre algo determinado, el lenguaje caprichoso le hace decir las cosas más ridículas y equivocadas. De ahí surge el odio que mucha gente seria siente hacia el lenguaje. Perciben su malicia, pero no perciben que la charlatanería que desprecian es la cara infinitamente seria del lenguaje. Si tan solo se pudiera hacer entender a las personas que con el lenguaje sucede lo mismo que con las fórmulas matemáticas. –Constituyen un mundo para sí, juegan sólo consigo mismas, no expresan nada más que su naturaleza maravillosa y son precisamente por eso tan expresivas– y por eso se refleja en ellas el juego singular de relaciones entre las cosas. Sólo por su libertad son miembros de la naturaleza, y sólo en sus movimientos libres se manifiesta el alma del mundo y las convierte en delicada medida y compendio del mundo. Así sucede también con el lenguaje –quien tenga un sentido fino de su digitación, su compás, su espíritu musical, quien perciba el delicado efecto de su naturaleza interna, y mueva de acuerdo a ellos su lengua o su mano, aquel será profeta. Por el contrario, aquel que lo sepa, pero no tenga oído ni sentido suficientes, escribirá verdades como éstas, pero el lenguaje lo engañará y los hombres se burlarán de él como hicieron los troyanos con Casandra. Si bien con esto creo haber indicado de la manera más clara posible la esencia y la función de la poesía, sé sin embargo que ningún ser humano podrá comprenderlo y que he dicho una tontería, porque lo quise decir, y de este modo no surge poesía. ¿Pero si tuviera que hablar? ¿Y si este instinto del lenguaje que me lleva a hablar fuera la marca de la inspiración, el efecto del lenguaje en mí? ¿Y si mi voluntad sólo quisiera aquello que debe? ¿En ese caso no podría esto, sin que yo lo sepa ni crea, ser poesía y una manera de volver comprensible un misterio del lenguaje? ¿Y así yo sería un escritor llamado por el destino, porque un escritor no es al fin y al cabo más que alguien poseído por el entusiasmo del lenguaje?
Traducción: Sebastián Robles