Por Cynthia Rimsky
Es extraño cómo un punto en el mapa se puede volver un lugar tan familiar. Quilimarí fue un nombre que escuché, leí o vi alguna vez en un mapa. Puede que el hálito de su nombre despertara un sueño enterrado por años bajo la arena, y que afloró al buscar un lugar para corregir un libro. El libro impreso ya es una distancia respecto al texto que se escribe de cara a la pantalla, pero para corregir estas historias basadas en los viajes por el ramal Talca Constitución necesitaba ir más allá. Como el libro se sitúa en el sur, el lugar debía estar en el norte. No tan lejos de Santiago por si eventualmente requería venir. Busqué en un mapa caminero de la cuarta región que mi padre compró con cupones en una bomba de bencina. La playa en verano ni hablar. Miré hacia el lado de los valles y encontré una breve quebrada que comenzaba en Quilimarí y terminaba en Tilama.
No recuerdo cómo imaginé aquellos dos meses, sabía que quería pasarlos en una casa en el campo, no sabía lo que eso significaba ni qué paisaje tendría delante de mis ojos por las mañanas. La primera sorpresa fue que el bus me dejó en la carretera. Seguí a un pasajero, atravesé como él la maleza, una calle de tierra y llegamos a la vía principal. Junto al paradero había dos almacenes. En uno de ellos me dijeron que debía tomar la micro. Cuando a ambos lados del camino comenzaron a frecuentarse las casas supuse que habíamos llegado. Para irme a la segura pedí al chofer que me dejara en la plaza. Me dejó junto a la iglesia. A cincuenta pasos había un supermercado. La encargada accedió a guardar mi mochila mientras decidía qué iba a hacer; un vistazo me bastó para saber que no era ese el campo que buscaba; al cabo de dos semanas Quilimarí se convertiría en un lugar habitual para comprar provisiones. En ese momento me produjo desazón.
Antes de Tilama en el mapa aparecía Guangualí. Una persona dijo que la micro pasaba a la una y otra persona a las tres. El paradero era una lata vertical a pleno sol. Bajo la sombra había un hombre protegido por un sombrero de paja, se notaba que era de la zona y supuse que si esperaba la micro, la micro pasaría. Así como encontré que él era fiable, él consideró que mi presencia allí era extraña. Le conté que buscaba arrendar una casa en el campo por dos meses. “¿Y usted conoce a alguien por aquí?”. “No, a nadie”. “¿Pero sabe algo de aquí?”. “No, nada, me gustó el nombre y vine a ver si encuentro un lugar para terminar un libro, soy escritora”, le dije. Eso cambió completamente las cosas. No solo entendió lo que buscaba, sino que le dio una forma a lo que buscaba. El hombre recordó a un primo cuya madre tenía una casa sola en el campo. Cuando al fin pudo comunicarse, la casa estaba ocupada por unos trabajadores.
La micro seguía sin pasar y no había otra cosa qué hacer, bajo la sombra de un árbol, que contarse la vida. Como carpintero vivió en varias partes hasta que el padre le pasó un terreno y se construyó una casa; al lugar no llegaba la locomoción, el agua ni la luz. Su esposa era de Quilpué, no recuerdo si enfermera o contadora; debía ser un amor especial para cambiar una vida profesional en una pequeña ciudad por un vida con él sin agua ni luz. Me contó que por las noches le gustaba quedarse solo y leer. Entonces recordó que el dueño de las micros tenía una casa sola, pero desconocía su teléfono. En eso pasó una micro en sentido contrario. El chofer tenía el número de otro chofer que sí lo conocía. Resultó que el propietario de las micros tenía dos casas desocupadas; una nueva de subsidio y otra vieja de adobe. Mi benefactor coincidió en que me iba a gustar más la segunda, pero no perdía nada con ver la primera. Luego decidiría. Pasó un vecino en auto y le pidió que nos llevara. Nunca supe lo que estaba esperando bajo la sombra de un árbol en el paradero de Quilimarí. Mientras él y su vecino hablaban de otros vecinos –que luego conocería en persona-, miraba el paisaje sabiendo que nunca más volvería a serme extraño.
A la casa de adobe fuimos con la esposa del dueño de las micros, con la hija que estudiaba odontología en Guayaquil, en el minibús que la mujer –directora de la escuela- usaba para transportar a los niños. Nos detuvimos poco antes de una pequeña subida; pensé que acababa el camino, en realidad, para seguir a Tilama los autos debían cruzar el río y seguir por el otro lado. El Llano está al final del camino que transita por este lado de la quebrada. Apenas diez casas. Al cabo de algunas semanas cada casa tendría sus habitantes, sus nombres, sus costumbres, sus sonidos para cada momento del día; aparecería la iglesia evangélica, los fieles que todos los domingos cruzan el puente colgante y por las noches resonarían las herraduras de los caballos que conducían a los campesinos a la cantina. La casa había pertenecido al padre del dueño de las micros. Como todavía no hacían la posesión efectiva que les permitiría dividirla entre los hermanos, no era legalmente de nadie. La directora tenía allí unas gallinas, iba a sacar fruta para hacer mermelada, y el esposo comercializaba las paltas. Eran las cinco de la tarde y el hombre que encontré en el paradero al mediodía se despidió sin aceptar que le diera algo a cambio de su ayuda. “Ya tiene su lugar en el campo”, me dijo contento. Al interior de la casa todo estaba cómo la dejó el anciano antes de morir. Su chaqueta colgada de un clavo, los aliños en la cocina, la fuente plástica para lavar la loza, las fotografías familiares coloreadas, el cojín en el sillón… aquellos objetos ajenos fueron los primeros familiares en ese, mi primer día de campo.
(continuará)