Por Cynthia Rimsky
Y fue una colina pelada, con un árbol en la cima, la primera imagen que me asaltó al abrir los ojos en la casa de Quilimarí. Más adelante la loma se convertiría en mi vecina; cubierta por la niebla en la mañana, no me daban deseos de levantarme y abandonar aquel sencillo cuarto de madera barnizado, con una ventana, un armario, un colchón de lana que se hundía. Bajo el peso de las frazadas se hacía difícil salir de la modorra, pero la colina lo conseguía.
A una hora de la mañana un rayo de sol la iluminaba y aparecían los arbustos, el pasto seco, el árbol con las ramas que el viento había modelado, los pájaros dando vueltas. Hasta mi habitación llegaba el cacareo de las gallinas pidiendo de comer, el primer chapuzón en la poza, la bocina del hombre que vendía helados en su moto, la conversación de las vecinas que pasaban delante de la casa para ir al almacén, la micro de las diez. Imposible seguir inmóvil con tanto movimiento afuera.
Para habitar una casa se necesita construir rutinas. Una de las mías era dar de comer a las gallinas y tomar desayuno en el ante jardín. Para eso necesitaba una mesita. Como en la casa no había, abrí la bodega y la encontré llena de tesoros. Al ver los aperos desconocidos, me sentí como una niña que a todo le inventa un uso y una historia. No sé qué pensarían los lugareños al verme con la cara sin lavar y en shorts, pero al primero que me saludó, le contesté. A las dos semanas parecían habersea costumbrado a saludar a la turista que tomaba desayuno en la banqueta donde el anciano, que vivió allí toda su vida, tomaba el fresco dela tarde. Me lo dijo una señora al pasar: “Ahí mismo donde está usted, se ponía él a mirar la tarde”.
El desayuno me hizo ver el abandono en el que estaba el ante jardín. Me pregunté si valía la pena arreglarlo por solo dos meses. La respuesta me la dio la naturaleza: Una mañana me encontré con que por la noche había nacido una flor rosada y enhiesta sobre un tallo verde. Era una azucena. Hurgando, descubrí varias papas diseminadas por el jardín, solo necesitaba picar la tierra y regarlas. Al hacerlo despertaron las flores que se durmieron junto con el anciano.
A las dos de la tarde el reflejo del sol en la colina quemaba las pupilas. Era la hora en que ningún sonido se prolongaba. Si salía afuera no había nadie. Las casas tenían las ventanas abiertas y la brisa ondeaba las cortinas. El único que escapaba de la siesta era el heladero. Nos preguntamos con una amiga que fue a visitarme cuánto dinero le quedaría después de vender los helados que llevaba en la caja de pluma witt. Salía dos veces al día. Con el aviso de su corneta, los niños corrían como enjambre a pegarse a la moto. Los que ese día no conseguían monedas, miraban de lejos. Lo encontré en todos los caminos. Hasta a las quebradas donde no había más de cuatro o cinco casas llegaba. Con mi amiga concluimos que los helados le permitían escapar de su casa, de su esposa, de los hijos, los nietos y sobrinos que estaban allí de vacaciones.
Al terminar la siesta, la colina retomaba, como el valle, su fulgor. Un paisaje así deben haber imaginado los españoles encontrar en lo que imaginaron como El Dorado. A esa hora regresaban las cabras del pastoreo. Ya había pasado la camioneta que vendía verduras y el camión del gas. La micro de la tarde abandonaba cansinamente el río en el que diariamente la bañaban los chóferes. Era la hora en la que la garza se posaba en la rama más alta del álamo, la hora en la que las muchachas, aburridas se dirigían al almacén a ver si encontraban alguna novedad que hiciera a ese día distinto a los demás. Por el contrario, ante el espectáculo de la colina dorada, rogaba yo que todos los días fueran iguales.
En el asiento del fallecido, como si fuera su fantasma, observaba desde el crepúsculo la última transformación de la colina en un oscuro pozo por el que despuntaban las estrellas. Entonces hizo su aparición mi primera vecina de carne y hueso, hija del heladero. A través de ella me enteré que aquel paraíso era también un infierno, como cualquier lugar pequeño.
Esa noche golpearon a la puerta. Junto con abrir, hice entrar el primer misterio. Había dicho a mi vecina que tenía la espalda destrozada por la cama y ella me envió a su hermano. Él no vino por la cama sino por mi. Se trataba de un hombre alto y fuerte, de manos grandes y aliento a trago, que comenzó a hacerse el lindo. Lo mantuve en la puerta. Su cuerpo se inclinaba y yo me retraía. Hasta mí llegaba el sudor del caballo, el polvo, la grasa, el viento, el sol, el camino entre la casa y el almacén donde se reunían a beber … la vida que yo no llevaba en el campo. Supe que en vez de trabajar, prefería inventar una fortuna; que tenía una novia, pero no la dejaba que lo mandara; que había procreado uno o más hijos en otros valles por los que había caminado. Él no quería saber cosas de mi. Lo que sabía le bastaba: que en el campo una mujer necesita un hombre. Él era hombre y yo, mujer. Cerré la puerta con la promesa que la abriría por la mañana para que él entrara con un serrucho a cortar las tablas que me ayudarían a conciliar el sueño. Antes de entornar los ojos, miré por última vez la colina: su lugar lo había tomado la oscuridad.
(continuará)