Por Cynthia Rimsky
No cualquier casa recibe el privilegio de estar junto a una poza. En la del Quilimarí bastaba abrir la puerta y caminar diez pasos. De este lado estaban las rocas grandes que el sol calentaba y desde las que se tiraban los piqueros. Del otro lado había una playita. Para alcanzarla era necesario cruzar el puente colgante. La primera vez que lo intenté, se zarandeó tanto que tuve que aferrarme a las cuerdas. Entre los conocimientos que me faltaban, estaba el de cruzar un puente colgante. Cuando aprendí a equilibrarme, hice la prueba de llevar a mis visitantes; daban el primer paso confiados y, al segundo, sus cuerpos comenzaban a convulsionar.
Los lugareños ostentaban una técnica tan perfecta que debían haberla heredado junto con la tierra, las cabras, los árboles, los aperos. Había mujeres que mantenían incólumes el paso de gran dama, niños que sabían pasar corriendo, los más viejos optaban por hacer una pausa. Pasaban a pié, a caballo, en bicicleta, con un perro, con el balón de gas. Eran las cosas que descubría mientras desayunaba en el asiento del difunto. La resolución de estos pequeños misterios, como el de cruzar el puente colgante, me ocupaba varios días o solo uno. Pero al mediodía era el turno de la poza.
Se puede vivir junto a un río, escuchar su rumor, dejarse guiar por el paso tranquilo de las aguas, pero vivir junto a una poza con profundidad para nadar es un lujo, a pesar de que a las horas de más calor era imposible acercarse. Todavía existía aquí la costumbre en algunas mujeres de bañarse con falda y camiseta o solo camiseta. En los alrededores de la playita vivían unos sapitos que los niños perseguían. Cuando los gritos no me dejaban corregir el libro, salía a observar la forma que tenía la gente de pasar horas junto al agua, todas las pequeñas y numerosas acciones que emprendían, los fragmentos de sus conversaciones. Desde el asiento del difunto imaginaba la vida que llevarían en su casa.
Los que vivíamos en el lugar esperábamos a que se fueran y la poza volviera a quedar para nosotros. La poza y la basura que dejaban. Para ser pequeña tenía diversas posibilidades; junto a la playita se quedaban los niños que no sabían nadar, a mí me gustaba acercarme a los juncos,sujetarme de la roca y flotar, dejarme ir con la corriente hasta los troncos que cerraban el paso del agua, sentarme del otro lado para recibir la caída del agua en la espalda. Como todo lugar tenía sus relatos míticos, un hombre encontró allí la muerte y, a pesar de su tamaño, hubo más de un naufragio.
Si al mediodía el agua fría me quitaba el calor, al final de la tarde, cuando comenzaba a bajar la temperatura, me deleitaba su tibieza. Con el agua hasta el cuello esperaba a que las sombras se zambulleran en los juncos, en las rocas, en la playita, en los troncos, y me sacaran fuera.
Una mañana mi vecina de carne y hueso me preguntó si me iba a bañar con la luna llena. Ese día hubo bañistas que no regresaron a sus casas y las muchachas volvieron antes del almacén. Corregía la novela cuando escuché sus voces. Me puse el traje baño y salí. Hacía frío. La poza que me era tan familiar se había vuelto irreconocible, bajé con temor, cuidando de no tropezar. Entre las rocas, los juncos, la playita, los troncos, la luna abría una inmensidad que me hizo sentir vértigo. Ya no era la pequeña poza, en un riachuelo, junto a un puente colgante, a cuatro horas de Santiago, era la poza en la que el ser se zambullía por primera vez, sin previo conocimiento de lo que ocurriría.
El hermano de mi vecina se volvió tan familiar y extraño como la poza. Lo veía haraganear durante el día y escuchaba sus arengas ebrias por la noche. No se me ocurrió pensar que la poza tenía un origen y en el origen estaba aquel hombre. Habiendo trabajado provisoriamente en la construcción del camino, trajo hasta aquí, sin permiso y fuera de horario, un bulldozer con el que removió troncos y piedras hasta construir para los niños la poza en la que todos los veranos se bañaban.
El fin de la poza se anunció semanas antes. Diariamente bajaba el nivel del agua, aparecían para quedarse cosas que estaban sumergidas, ramas, islotes, piedras, troncos, basura. Los sapitos se fueron. Los patos que nadaban a través de la corriente salieron caminando, se llenó de insectos y de zancudos. Ya no se escuchaba el sonido de los piqueros, la caída de agua, el motor de los automóviles que traían a la gente de afuera.
Una mañana la poza no estuvo. El espacio vacío se volvió doblemente extraño. Hacía días que no pasaba contando sus historias el hermano de mi vecina. Desde su casa llegaban sonoros los gritos y recriminaciones de la madre. El heladero comenzó a salir tres veces y no dos a vender helados en su moto. Una tarde a las siete vi pasar al hermano de mi vecina completamente blanco, toda la ropa, el pelo, los brazos, las pestañas, el rostro embadurnado en cal. En vez de su acostumbrada gallardía, me encontré con un hombre viejo, cansado, vencido. Supe que había encontrado un empleo en la mina de cal de Infiernillo. Supe también por qué prefería inventar historias sobre fantásticos trabajos que nunca llegaban. Ahora ni siquiera tenía la poza para alardear que algo había hecho en la vida.
(continuará)