Por Cynthia Rimsky
Una mañana la ética tocó a mi puerta. La esposa del propietario de la casa que arrendé en la quebrada del Quilimarí, acostumbra a venir a supervisar que el empleado haya regado, buscar los huevos que esconden las gallinas o comprobar si las cabras continúan entrando a comerse las paltas de la quinta. Esta vez la acompaña la esposa del viejo que murió en esta casa. Dentro de poco cumplirá noventa años. Desde el velorio que no volvía aquí. Sus hijos le prohibieron que viviera sola. Uno de ellos la llevó a vivir con él a la casa de techo de zinc que construyó en un terreno al lado de la carretera. El ruido de los automóviles y el calor de las planchas impiden vivir tanto adentro como fuera, se queja la viuda de que no hay árboles y la tierra no sirve ni para cultivar una huerta. Ignoro si a los hijos les preocupa que esté sola o que, a través de ella, uno de los hermanos se apodere de la casa que está en disputa.
La viuda tuvo una montonera de hermanos y, por ser la mayor, la mandaban a cuidar las cabras al cerro. Se la pasaba semanas arriba de los cerros en compañía de las cabras, con un saco de harina y un poco de carne seca. Llegó a conocer mejor los sonidos de los cerros que las palabras. Las primeras noches se moría de miedo, hasta que se acostumbró. Nombra todas las cosas como las nombraría un poeta. Cuando dice viento, se refiere a la masa de aire tibio que surge en las tardes, al refugio de piedras en el que se calentaba cuerpo a cuerpo con las cabras; se refiere al olor del queso recién cuajado, al crujido de las ramas, al viento del norte y del sur, a la lluvia, al humo impregnado en sus ropas, al silencio del alba. Del cerro la bajó el que se convertiría en su marido. Animal por animal, cuenta la viuda los que sirvieron para comprar el terreno, construir la casa, el televisor, la cocina a gas. Han pasado sesenta y cinco años y, pesar que sus hijos fueron a la escuela y no les faltó un par de zapatos, ella nunca fue tan feliz como en los cerros.
Hace unos días descubrí que al otro lado del patio hay un galpón hecho de tablas usadas lleno de agujeros. Habiendo llegado a construir una casa de concreto como esta que arriendo, el viejo tampoco se sentía a gusto en la casa. Al abrir la puerta del galpón me encuentro con que solo dormía en la casa. El resto del tiempo lo pasaba en este cuarto hechizo con piso de tierra. Aquí quedaron las cenizas del último fuego que encendió en el suelo, el tacho en el que calentaba agua, el frasco de Cola Cao con azúcar, la caja de té en bolsa, las briznas de tabaco que enrolaba en cualquier papel. A diferencia de la casa, que huele a frazadas y a agua con cloro, aquí huele a cuero, a grasa, a tierra, a humo.
Los chismes dicen que la viuda no fue la única mujer del occiso. La “otra” es dueña de un almacén y verdulería. Se trata de una mujer corpulenta y de buen humor que vive con la madre, una vieja flaca y chica que parece una pasa, con dos trenzas grises. A cualquier hora que paso están comiendo en la mesa de afuera. En el horno de barro hacen el pan, las empanadas y el pastel de choclo. Y aunque la mujer cobra hasta por los suspiros, se nota que vive alegre y despreocupada. No ocurre lo mismo con la esposa del hombre que me arrendó la casa; anda siempre apurada por ir a ver sus negocios. De todo tiene un poco: paltas, animales, mercadería, mermeladas, el colegio, el furgón, las micros, trigo a medias, casas, terrenos. No para en todo el día y aunque su casa es de concreto y llena de comodidades, nunca tiene tiempo para disfrutarla y, cuando puede por fin quedarse quieta, se pone a revolver la fruta para vender mermeladas.
Este año conocí a un joven periodista que trabaja en dos revistas, da clases en dos universidades, va a clases de yoga, estudia inglés para postular a un pos grado en Estados Unidos y escribe un libro. Sorprendida, le pregunté si tenía muchos hijos que mantener. Me contestó riendo que no lo hacía por dinero. “Es que no puedo estar quieto, no sabría qué hacer”. “Podrías no hacer nada”, le dije. “No podría”, me contestó.
He adquirido la costumbre de visitar la bodega en la que vivía el viejo. Me siento a contemplar sus cosas tal y cual las dejó antes de morir. Son cosas sencillas, un fogón, algo de loza, mesas, bancas, herramientas para construir con ingenio lo que necesitaba. Me siento en una banca y procuro escuchar los sonidos que bajan por los cerros, imagino que tengo un saco de harina y un poco de carne seca, que por la noche caliento mi cuerpo al calor de las cabras y, con los ojos abiertos, escucho el silencio al que ya no temo.
Una tarde que voy a Guangualí me cruzo con un pomposo funeral. Una hilera de autos escolta el carro fúnebre. La curiosidad me lleva a seguirlos. Los familiares ayudan a bajar el féretro de madera con aplicaciones y, entre sollozos, lo cubren con tierra. En algunas semanas más no habrá ninguna diferencia entre ese muerto, que pasó la vida comprando lujos y seguridad, y la viuda que solo llevará consigo los sonidos de los cerros. En la tierra quedarán los hijos peleando a muerte la casa que para la viuda no tuvo más valor que el viento y para el viejo menor valor que el cuchitril con piso de tierra donde cocinaba en el suelo.
(continuará)