Por Cynthia Rimsky
La plaza es como cualquier otra. Juegos infantiles, tierra, árboles, parejas bajo los árboles, bancos de hierro forjado pintados de verde a pleno sol, empleadas y madres vigilando niños, palomas huyendo de niños. Ahora último, alrededor de la plaza se ha gestado inusual actividad. En un extremo está el café del Mundo y en el otro un restaurante. En la vereda hay un árbol de duraznos. Hasta ayer aún colgaban frutos. Contemplar algo gratuito causa alegría. A los transeúntes le ocurre algo similar porque esperan a que los duraznos estén maduros para arrancarlos. El que yo comí estaba caliente por el sol.
Al frente del durazno hay un paradero con cuatro taxis. Los conductores atraviesan la ciudad todas las mañanas para llegar a esa media cuadra que les ha sido designada. A veces reciben un llamado telefónico, se despiden de los otros y salen, luego vuelven, hasta que es hora de ir a casa. Por la noche permanece el letrero. Hasta la mañana siguiente que vuelven a reunirse los cuatro.
Junto al café hay un almacén. Ahora también es botillería. El dueño cuenta que estuvieron casi un año haciendo trámites en la Municipalidad para conseguir la patente. “Como está la plaza y hay niños no quieren que la gente compre trago y vaya a tomarlo allá”. Afuera del local hay algunas mesas con quitasoles. Ideal para tomar cerveza, pero la municipalidad lo tiene prohibido. El dueño se disculpa. “Si fuera por mi las dejaría (beber las cervezas que compramos), pero cada media hora pasa un furgón de Paz Ciudadana: si las ven, me quitan la patente”. Al otro lado de la plaza hay un restaurante con mesas en la calle que sí puede vender cerveza. El dueño se encoge de hombros sin hacer comentario.
Decidimos asumir el riesgo y tomar las cervezas en la plaza, bajo un árbol. Mi amiga me pregunta con inocencia qué pasaría si nos encuentran bebiendo en la plaza. “Nos llevan presas”, contesto.
Al otro lado del sendero, bajo otro ábol, hay un grupo de hombre de distintas edades que conversan en círculo. Sus bolsos, las cabezas mojadas, delatan que trabajan en una construcción cercana y tienen la costumbre de juntarse aquí a compartir una bebida que toman en vasos plásticos de camino a Irarrázabal donde tomarán el autobús a casa. Un furgón que lleva una leyenda de la municipalidad de Providencia se estaciona. Baja un carabinero que se acerca a los hombres. Le hago señas a mi amiga para que oculte la lata de cerveza entre sus piernas. Aún cuando no alcanzo a escuchar lo que hablan, es evidente que el carabinero les pregunta qué hacen allí, quienes son, y qué toman. Desconfiando de la explicación, coge un vaso plástico y lo huele. Satisfecho y, sin ofrecer disculpas, se aleja del grupo en dirección al furgón. Antes de subir, mira a las dos mujeres rubias que conversan bajo el árbol. Como no le parecen sospechosas, ordena al chófer municipal arrancar a la siguiente plaza.
Apenas dan vuelta a la esquina, mi amiga y yo sacamos las cervezas. Los hombres nos observan. Avergonzada, hago un brindis. Los culpables con bebida y los inocentes con alcohol.