Por Cynthia Rimsky
No siempre se tiene la posibilidad de presenciar el fin violento de un bar. No siempre se está a punto de perder la vida en un bar. Esta experiencia tuvo como protagonistas a los clientes de un bar y a los jóvenes de una barra brava, una madrugada cualquiera.
Las Alegrías de España era una fuente de soda de mala muerte, ubicada en Manuel Montt con Irarrazabal, que permanecía abierta toda la noche, como una farmacia de urgencia para enfermos que, incapaces de aguantar el dolor, tampoco pretenden conseguir un medicamento, mas bien, un estado de ensueño.
Mi amiga de la infancia y yo ocupamos una mesa junto a un grupo de jóvenes, hombres y mujeres, que bebían cerveza y coreaban el estribillo del equipo futbolístico de la Universidad de Chile. La monotonía de los golpes sobre la mesa, los gritos destemplados con los que coreaban el himno, tenían irritados a todos los clientes, pero por alguna razón nadie se atrevía a pedirles que bajasen la voz. Cuando parecía que el estribillo llegaría a su fin, volvían una y otra vez sobre la misma letra.
Podíamos habernos ido a otro bar, pero a esas horas de la noche se está embebido de filosofía y ética. Mi amiga se levantó de la mesa y puso una canción en el wurlitzer con la intención de acallarlos. Había en los rostros de aquellos jóvenes un desvarío, una animalidad, una chispa a punto de explotar, que me resultó atemorizante. De hecho, no bien comenzó la música, aumentaron el volumen de sus voces. Una joven se acercó a pedirnos un cigarro. Mi amiga se lo negó. La joven intentó tomar la cajetilla y, en venganza, comenzó a corear sobre nuestras cabezas. El estribillo pendía como una guillotina que no acababa de caer.
Podíamos habernos ido, pero a esa hora de la noche se cree en la amistad y en la justicia. No intento justificar lo que ocurrió después, sólo quiero retratar el ambiente que impulso a mi amiga a entonar el himno del Colo Colo. Una a una todas las mesas se fueron sumando: los que desconocían la letra del himno del Colo, seguían la melodía con las palmas y la rabia contenida por horas.
Los jóvenes de la Chile gritaron más fuerte. Aún así no podían contra la rebelión de los clientes. Entonces sucedió. Recuerdo haber visto a mi amiga en cámara lenta cuando era lanzada al suelo y recogida por dos hombres. Allá lejos, en la barra, un mozo tomó un bate de beisbol. Dos jóvenes levantaron una de las mesas, volaron sillas, se estrellaron botellas, vasos, la gente corría hacia la salida. Los de la Chile formaban un muro compacto que avanzaba enceguecido hacia el lugar donde estábamos mi amiga y yo.
Recuerdo que la agarré del brazo y la llevé al baño. Puse el pestillo. Mi amiga se mojó la cara con agua fría sollozando. La puerta tambaleó. “Aquí están”, gritaron y el pestillo vibró. Por un segundo ambas tuvimos la sensación que la vida es frágil. Al otro lado de la puerta siguieron los gritos, llantos, quebrazón de vidrios, golpes, nuevamente alguien intentó abrir la puerta, luego vino el silencio.
Dejamos pasar diez minutos y abrimos la puerta. Una mujer lloraba. El hombre que la consolaba nos hizo un gesto que podíamos salir. Nunca olvidaré lo que vimos. Mesas, sillas, copas, espejos, vidrios, todo había desaparecido.
Cuando al fin llegamos al auto, mi amiga temblaba tanto que no pudo encender el motor. Después de esa noche, mi amiga de la infancia decidió que nunca más se expondría a algo semejante. Fue la última noche que salimos juntas. Yo no hice promesa alguna. La vida es demasiado frágil.