Por Cynthia Rimsky
Ayer por la mañana iba en el automóvil de un amigo por la calle Ortúzar, cuando en la vereda izquierda descubrí un magnolio florecido de más de cinco metros de altura. Siendo uno de mis árboles preferidos, nunca he sabido la época en la que brotan sus flores. Hace unas semanas me asombró ver los racimos de flores amarillas del aromo aparecer bajo mi ventana, pero la sorpresa del magnolio fue mayor. Mi padre murió hace menos de un mes en un hogar de ancianos. La fugaz visión de las flores blancas y moradas me hizo recordar el magnolio ante el cual nos sentábamos hace un año atrás. En un Hogar no hay muchas cosas por hacer. Una de ellas es salir al jardín.
En el jardín de adelante estaba el magnolio. No sé si mi padre se emocionaba como yo con la belleza de sus flores o era una forma de escapar a las rutinas marcadas por las cuatro comidas diarias y la siesta. Un accidente vascular reciente le había quitado la movilidad de la parte izquierda de su cuerpo y su voz. Colocaba yo la silla de ruedas de forma que recibiera la tibieza del sol, cogía su mano, y mi padre la apretaba.
En las primeras visitas hice esfuerzos por traer del exterior una conversación. ¿Qué podía importarle a mi padre saber que Piñera había dicho marepoto en vez de maremoto o el triunfo de la U? A veces miraba el reloj para cerciorarme de que el tiempo pasaba, luego ya no fue necesario: el movimiento de un gato, una corriente de viento, una hoja seca, la aparición de una cuidadora, la carrera de un niño que iba atrasado al colegio, eran suficientes acontecimientos para nosotros. Y mi padre jamás soltaba mi mano. Antes de irnos, acercaba yo su silla de ruedas al árbol para que pudiera ver las flores blancas, moradas, carnosas; para que pudiera sintiera su intenso olor.
El jardín de atrás se parecía a una quinta de árboles frutales que podría haber estado en cualquier casa de provincia; damascos, cerezos, olivos, manzanos, membrillos, crecían sin las restricciones de ningún jardinero. A lo más, un alma caritativa apoyó una rama demasiado cargada sobre un palo recto para impedir que se rompiera. Era esta quinta el lugar preferido de los gatos y de las cuidadoras, que se escondían de las jefas de turno, para hablar por teléfono celular con sus hijos a los que no veían en todo el día. Había siempre una manguera abierta y los pájaros bajaban a beber. Mi padre ya no podía comer sólidos y yo exprimía un damasco maduro para que pudiese sentir su dulzor. Un par de veces le saque las sandalias y los calcetines para que sintiese el pasto, incluso le arrojé agua con la manguera. No sé si disfrutaba él, yo, o él al verme disfrutar. Una vez me dio a entender que le preocupaba que me aburriera en estas visitas. Le dije que nuestros largos silencios, el contacto de nuestras manos, se habían convertido en un secreto tesoro. En esos momentos olvidaba quién era o quién debía ser y todavía no era, o ya no sería, éramos dos manos que se tocaban.
Los damascos comenzaron a ralear, desaparecieron las hormigas, los gatos, cayeron las hojas. Como hacía frío, nos quedábamos del otro lado de la puerta, mirando el cambio de estación. “Aquí no hay libertad”, me dijo un día mi padre refiriéndose al hogar. “No, no la hay”, le contesté y guardamos silencio.
El asunto de la libertad de mi padre comenzó cuando mi madre le quitó el automóvil porque podía atropellar a alguien. Luego le prohibieron salir solo para prevenir una caída o que lo atropellaran. Vino el bastón, la silla de ruedas, el Hogar de ancianos con sus reglas, las amarras a la cama para que no se levantara por la noche y cayera, la parálisis, la imposibilidad de comer solo, de hacerse entender por medio de las palabras, la sonda gástrica. Fui siendo testigo de cada una de estas pérdidas, a excepción de su mano.
Un día sentí que su mano ya no apretaba la mía. Tal vez le incomodaba la posición, pensé, y busqué otra más adecuada. Los últimos meses no supe si su mente estaba conmigo o en otra parte. Su mano se puso fría.
Después de morir, lo trasladaron a una habitación vacía. Le habían puesto una venda alrededor de la cabeza para sujetarle la mandíbula, y no lo reconocí. Durante el primer año que estuvo en el Hogar, el rostro de mi padre se iluminó cada vez que me vio aparecer junto a él. Nunca se me ocurrió pensar en la expresión: ”se le iluminó el rostro”. Mi padre me demostró que trás cada metáfora hay una experiencia vivida y narrada. La enfermedad también le quitó la luz. Al llegar al Hogar, me costaba reconocer en aquel rostro deteriorado, opaco, el rostro de mi padre, pero al cabo de largos minutos, siempre lo conseguía. Hasta que lo vi tendido, inerte, en la cama. Aquel rostro no guardaba parecido con mi padre, era un extraño, un desconocido. No he dejado de preguntarme qué ocurrió con el rostro de mi padre. Me pregunté qué es un rostro. Según la RAE es la cara de una persona. Si fuera cierto, la cara de mi padre tendría que haber continuado siendo su cara. Tal vez el rostro no es la cara, entendiendo cara como un conjunto de rasgos fisonómicos, sino la forma en la que nos hacemos presentes en el mundo o bien, la forma en que el mundo entra en nosotros. Por esa razón, cuando dejamos de habitar el mundo, el rostro se retira. Si así fuera, el rostro de mi padre serían las primeras flores del magnolio que vinieron ayer hacia mí.