Por Cynthia Rimsky
El de la casita del cité de Bilbao fue mi segundo jardín interior. El patio no medía más de 3 por 1,5 metros y estaba embaldosado. Recubrí un altísimo muro de ladrillos, que me aislaba de la otra casa, con una enredadera, cuya patilla me robé de una productora de televisión en la que mal trabajé por años. Mi jefe estaba convencido de que solo podía vender morbo y por morbo entendía la recreación de accidentes traumáticos. Pasé dos años entrevistando a personas que habían perdido una mano, una pierna, la vista… y a sus familiares. En vez de renunciar, me convencí de que no iba a encontrar otro trabajo. Tuvieron que pasar tres años para comprender mi error.
De mi casa anterior me traje una lápida de piedra que un amigo consiguió para que tuviera en mi jardín un asiento en el cual atender el paso de la tarde. Lo colocamos sobre una base de cemento. Encima le puse un gran cojín relleno con las plumas que estaban en el cobertor que mis abuelos trajeron en barco desde Polonia cuando emigraron a Chile. En la lápida cabían dos personas y los respectivos vasos con cerveza o vino.
Todas las plantas que había en este jardín eran robadas. Salía al anochecer con una cuchara y varias bolsas plásticas. Las extraía de las plazas, de los jardines privados; mis amigos me telefoneaban para darme el dato de una planta que podía resultar fácil de sacar. Sobre las baldosas, contra el muro divisorio, dispuse, en una circunferencia de 180 grados, una hilera de piedras que pegué con cemento; de esta forma conseguí una diminuta fuente que debía llenar con agua cada dos días y a la que bajaban a beber los pájaros del barrio.
Al comenzar la primavera me preocupaba de comprar almácigos de albahaca, tomillo, perejil, ciboulette, y frutillas. Compraba en las inmediaciones del mercado central, en un par de tiendas de semillas, me gustaba el olor a los desinfectantes mezclado con el de la tierra húmeda que había allí adentro. No recuerdo si fue ahí o camino a La Vega que descubrí las papas. Había de gladiolos, lirios, calas blancas y, según un cartelito manuscrito, negras. Le pregunté al vendedor si eran reales y me dijo que sí. Reconozco que desconfié; las papas se veían todas iguales a excepción del precio, las negras valían el triple. Me dijo que florecían una vez al año por una sola noche. Supuse que era una trampa, pero compré una. La sembré en un macetero que tenía papas de lirios. Si no crecía, los lirios se encargarían de hacerme olvidar la estafa. La olvidé. Hasta que asomó el tallo. Conté a mis amigos lo que estaba ocurriendo. Ninguno había escuchado hablar de las calas negras. Como el tallo siguiera verde, supuse que se abriría una cala blanca e hice como que la olvidaba. Una tarde se desenroscó una franja de intenso color negro y supe que se abriría esa noche. Partí a comprar queso, pan, vino… como si tuviera una cita amorosa, arreglé el cojín, puse música y me senté a esperar.
No sabía cuánto tiempo estaba dispuesta a pasar en el jardín, el olor se hizo cada vez más intenso, los últimos pájaros bajaron a beber y el patio quedó en silencio. La flor se fue desenrollando hasta quedar a la vista un pistilo morado. Los únicos sonidos provenían de las hojas, de la brisa, de las flores. Era como si la cala negra hubiese animado el jardín para mí. A pesar que me fue ganando el sueño, no quería entrar a la casa, cabeceaba, creo que dormí y desperté; tuve la sensación de que mientras estuviese junto a ella, la cala seguiría viva.
No recuerdo a qué hora me venció el sueño. Lo primero que hice al despertar fue salir al jardín. La cala se veía cansada, su piel tersa surcada de arrugas, un penetrante olor a podrido saturaba el jardín y la casa. Parecía resistir su fatal destino, pero una fuerza superior a ella la doblegaba. En la productora me esperaban para concertar una entrevista, descolgué el teléfono. En todos estos años he olvidado muchos amantes pero nunca la noche que pasé junto a la cala negra y la mañana en la que la acompañé de regreso a la tierra de la cual brotó.
A fin de año renuncié a la productora de televisión y, con ella, al morbo que me impedía escribir de cosas bellas como la cala. De esa casa partí a un largo viaje de regreso a la tierra donde nacieron mis abuelos. De ese viaje salió mi primera novela. Antes de mudarme, le llevé el macetero aparentemente vacío a mi mejor amiga. Al año siguiente recibí una carta suya: la cala había vuelto a florecer, una sola noche. Después no volvió a aparecer. Una seguidilla de pequeñas intolerancias consiguió que mi amiga y yo nos separáramos. La papa de la cala todavía debe dormir bajo tierra en algún lugar de su jardín, tal vez espera que ella y yo podamos perdonarnos y, entonces, una noche decida florecer.