Por Cynthia Rimsky
No sé si les ha ocurrido tener la experiencia de perder una calle. Es algo real sin ser totalmente real: la calle continúa existiendo, se la encuentra en cualquier mapa, se la puede ver desde un automóvil o un bus; incluso alguien puede asegurar que recientemente caminó por allí, pero para nosotros la calle dejó de existir, como si la hubiesen cerrado y hecho desaparecer, como si en lugar de lo familiar se hubiese instalado a vivir un extraño.
Hará unos 14 años, vivía a la misma cantidad de cuadras de mi pareja de entonces. La vía más rápida para ir y venir entre su casa y la mía, era una avenida profusamente transitada y que, en el trayecto más árido, pasaba frente a Urgencias de un hospital. No recuerdo cuál de los dos descubrió que una cuadra más allá de esta ruidosa avenida, había una calle apacible, resguardada por falsas acacias que hacía el recorrido entre ambas casas. Este trivial descubrimiento produjo inmediatos cambios en la relación; al placer de encontrarse, se agregó el placer de ir hacia el otro.
Ya antes de coger la callecita y sumergirme en esa atmósfera de barrio que, a pasos de la avenida, se resistía a ser devorado por la vía rápida, me invadía la expectación del encuentro. En vez de ensimismarme en mis problemas o pensamientos, me volcaba hacia la calle para poder contarle luego qué había pasado en aquel camino en común durante nuestra ausencia: reconocía la casa que admiramos la vez pasada, advertía una nueva costumbre de sus moradores, tomaba nota para comprobar, la próxima vez, si era un accidente o se convertiría en habitual; me entraba la duda si era mejor vivir en la casa de un piso con pórtico o en la que tenía buhardilla; si habían dejado de regar el pasto, si arreglaban la ventana hinchada con la última lluvia; si el niño había olvidado para siempre la pelota entre las calas.
Cada encuentro comenzaba con un breve resumen de nuestro paso por la calle en común. De pronto, en vez de encontrarnos en su casa o en la mía, en el cine, en el restaurante, comenzamos a citarnos en nuestra calle. Antes de partir, nos llamábamos por teléfono. La cita resultaba perfecta si cada uno tenía para si, en soledad, una cuadra y juntos recorríamos las otras dos. Lentamente, cogidos de la mano o disfrutando de la distancia para mirarse. Caminamos por allí cinco años. Aunque hubiésemos hecho el trayecto solo una vez a la semana, fueron 260 veces.
A pesar de que mi teléfono dejó de sonar, los primeros meses busqué excusas para seguir acudiendo al llamado de la calle; pronto se hizo evidente la equivocación de aquellos llamados y la abandoné. Viajé lejos, conocí calles más hermosas, exóticas, apacibles, pero cada vez que volvía, me las arreglaba para encontrarme casualmente en la calle. Una de las casas en la que pensamos vivir se quemó. Otras dos se convirtieron en empresas. Me quedé con la impresión de que la calle ya no era la misma o la había perdido para siempre. Si me preguntan su nombre, lo he olvidado. He olvidado casi todo, las casas, las ventanas, la pelota olvidada entre las calas… el niño debe tener hoy más de 20 años.
Dicen que hasta una edad temprana, las experiencias que vivimos abren un camino en nuestro cerebro por el que posteriormente pasarán todas las experiencias similares, al punto de que nuestro cerebro funcionaría como una ciudad a la que se le agregan nuevos destinos pero no calles. Con mi siguiente pareja también tuvimos un camino que iba entre su departamento y el mío; a diferencia del anterior, este tenía alternativas. Un trayecto pasaba por la plaza que está junto a una facultad, el otro delante de un supermercado donde compraba vino para la cena; otro cruzaba la calle de los travestis y las prostitutas… tal vez a causa de la diversidad, no me quedaron grabados tantos detalles. Sí recuerdo que una vez, tras una descorazonadora discusión, caminé tristemente hasta su edificio y, en el trayecto, tuve la vívida sensación de que ese camino tan familiar, tan deseado, también iba a desaparecer.
Así fue.
Es extraño que las calles posean tantas historias amorosas y que estas historias no tengan cabida en la historia amorosa de una ciudad, que no sean tomadas en cuenta al momento de cortar un árbol, cambiar una vereda, demoler una casa; estando tan poblada de afectos, la ciudad se construye como un lugar carente.