Por Edgardo Scott*
I.
“Compruebo mi visibilidad aunque no del todo mi materialidad, soy parte de un grupo fantasmal”.
Un avión puede llevar centenares de pasajeros. El narrador de Avión se concentra en solo seis o siete. Pero ese grupo escaso es representativo de innumerables proyecciones. En esa línea, y si bien la novela nunca se aleja de una representación que llamaríamos realista, posee una expansión fantástica. Todo podría ser un sueño, un ensueño, una serie de imágenes interiores. Los personajes despiertan otros personajes, variaciones y evocaciones de fantasmas de la infancia y juventud del narrador; fantasmas, en más de un sentido, familiares. De alguna manera y sin aspavientos sociológicos, Muslip muestra hasta qué punto la representación de una comunidad no puede estar libre de la mirada creadora y fantasiosa del individuo. Implícitamente, Avión parece sugerir que en verdad no hay comunidades. O de otro modo: sólo existen las comunidades que cada uno proyecta para sí, como un espectador solitario que pasara diapositivas en una sala a oscuras. Cada quien pasa diapositivas de imágenes diversas y personales, a toda hora y en medio de la multitud.
II.
“¿Estará el Colorado tan distraído de su propio cuerpo como lo parece?” Cuerpo y distracción. En Avión, una novedad respecto de los libros anteriores de Muslip sería la aparición de la sexualidad; de hecho, en el origen del libro, estaba la posibilidad de que saliera en una colección de relatos eróticos. Sin embargo, el erotismo de Muslip parece hallarse menos en las escenas explícitas, sexuales y eróticas que en una distracción insistente y promiscua, podría decirse, en la curiosidad a la vez sugestiva y procaz por las vidas ajenas, en los desvíos y asociaciones numerosas (tríos, orgías, fiestas) parecen ocurrir las contorsiones insólitas. La tensión narrativa de la sexualidad es una tensión poética, de lenguaje. Muslip parece haber escuchado el consejo que Puig le hace decir a Valentín en el comienzo de El beso de la mujer araña, “no hagas descripciones eróticas, sabés que no conviene”. Y además, para narrar bien la sexualidad, como ocurre al final de la novela, la sexualidad no se anuncia ni se anticipa: irrumpe.
III.
“No soporto que me estén encima, solía decir antes de largar frases que no olvidaríamos: una vecina que le estaba encima por la ubicación de unas plantas o algo sobre la puerta de la terraza, era mugre materializada; una compañera de trabajo que le objetaba cosas todo el tiempo era la suma de toda la conchudez. Decía esas frases como si con ellas empujara lejos a los que le estaban encima”. El gran personaje de Avión es menos el partenaire del narrador, el Colorado que Irene. Irene y su necesaria y a la vez melancólica vocación de libertad. Irene como una cifra de aquello tan cálido, tan grato, tan saludable: la ausencia de demanda. Esa gente que no reclama ni pide ni espera nada del otro.
IV.
“Me parece que ahora soy el espíritu que se desprendía de mí en la adolescencia”, y después, “¿Puedo pasarme la vida entera jugando con amiguitos que encuentro y pierdo? Estoy con todas estas personas que no conozco, no conozco al Colorado, pero puedo jugar con él, como juegan espontáneamente dos chicos sin ponerse a contar sus vidas.” Eduardo Muslip inventa en cada libro un nuevo intervalo, fuera de tiempo y lugar, hasta podría decirse impropio, y que sin embargo, es un intervalo donde acontece la mayor intimidad. Las vidas y personajes que suele narrar siempre parecen aspirar a una infancia que no es la infancia de los niños, la infancia, si se quiere, del pasado de cada uno, el paraíso perdido; si hay en Muslip un aire o una cierta memoria proustiana, no hay en cambio ni añoranza ni nostalgia de ningún tiempo perdido, o hay todo eso pero desde una perspectiva mucho más vital y deseable, hacia adelante, como si la verdadera infancia, fuera una infancia merecida, futura, por conquistar, que varios de sus personajes conquistan o al menos, por el mero hecho de intentarlo, los lectores acceden a través de ellos a una experiencia sensible y estética que brilla sin cegar, que revela, alumbra y alivia. Algo de ese tipo particular de infancia, de esa inocencia lúcida que no se confunde con la ignorancia ni con el desconocimiento, puede que en Avión se halle en el título mismo. Hay algo infantil en Avión, y en este caso sí, esa sería la palabra que usarían los niños cuando apuntan con su dedo al cielo. Recuerdo al hijo de un músico amigo, que estaba fascinado con las ruedas, y cuánto más grande fueran, mejor. Veía un auto y sobre todo un camión y decía: mirá las ruedas. No el auto precario o formidable, las ruedas. “I ´m just sitting here watching the wheels”, cantaba Lennon. Después de leer la novela, cualquiera podría pensar que hay un desajuste, algo desprejuiciado, en apariencia caprichoso y sorprendente en el título; cualquier otro escritor le hubiera puesto, no sin ascetismo: “Un vuelo”, “El viaje”, “Entre las nubes”, algo por el estilo, algo evasivo y elegante que de alguna manera identifique y metaforice el relato. Eduardo, en cambio, le ha puesto Avión. Cifrando en la plenitud y consistencia material del objeto toda la magia. Y es otro acierto. A fin de cuentas sólo gracias a los aviones, y no gracias a las metáforas, después de siglos y siglos hemos conseguido nuestro largo sueño: hemos conseguido volar.
(*) Leído en la presentación de Avión de Eduardo Muslip (Blatt y Ríos 2015) el 4 de septiembre de 2015.