Por Cynthia Rimsky
En el bus que me lleva desde el aeropuerto a un centro que, por ahora, es palabra cerrada y misterio, me pregunto qué podría escribir de Lisboa si solo permaneceré aquí una semana. Las imágenes que tengo de esta ciudad provienen de la poesía de Pessoa, la búsqueda de la saudade de Valeria Luiselli y las películas de Manoel de Oliveira, pero sobre todo una anécdota que aparece en la Poética del cine. En ese libro, Raúl Ruiz cuenta la historia de un atleta portugués que, encontrándose a un tris de ganar una importante carrera fuera de su país, poco antes de llegar a la meta, decide retirarse. Los portugueses, lejos de reprocharle este excéntrico gesto, lo reciben como un héroe. No sé por qué motivo, desde que leí esta historia y, a pesar de que existe una alta probabilidad que Ruiz la haya inventado o falseado (nunca lo sabremos), tuve la impresión de que retrataba el alma de Portugal y, ahora que me encuentro avanzando por una amplia avenida en dirección al centro, busco con la mirada, no al atleta, que dudo que corra por aquí, sino el alma que inspiró esa hazaña heroica que pocos pueblos se pueden ufanar de repetir, pues aunque en Chile también celebramos las derrotas, como la de Arturo Prat, es una especie de compensación de la victoria que hubiésemos deseado obtener.
A la luz de la historia de Ruiz, se podría deducir que una vez que el atleta tuvo la certeza de que ganaría, ya no le fue necesario obtener la victoria, por el contrario, lo heroico pasó a ser la renuncia. Al regresar a Portugal, el pueblo así lo entendió y su ovación fue más importante para el atleta que cualquier trofeo. A la larga un trofeo es solo un objeto, generalmente horrible, que no se sabe dónde colocar en casa. Sin embargo, el aprecio de la gente es algo con lo que se vivirá todos los días; escuchar a un padre decir a su hijo: “mira, ese sí que es un héroe, estando por ganar la carrera, renunció”.
¿Cómo serán las ciudades, la vida, entre personas con ese refinamiento?, pensé al leer la historia. Miro por la ventana a un hombre de unos 40 años, moreno, vestido de negro, despeinado y con aspecto de no haberse duchado, que permanece sentado en la terraza de un café sin beber nada. A su lado hay un perro grande, negro. El hombre no mira al perro ni a la calle, no da la idea de que espera a alguien, mas bien, parece ignorar adónde podría ir y eso no le atormenta. Tampoco al dueño del café parece molestarle que esté en una de sus mesas sin consumir.
Dejo la mochila en el cuarto y salgo a caminar. Cojo el tranvía 28. En el aeropuerto creí entender que el ticket del bus me servirá para subir a cualquier máquina dentro de las siguientes 24 horas , así que paso de largo el control. El conductor no hace mención de ello. Más tarde, mis amigos chilenos me explicarán que ese ticket solo sirve para las líneas de buses del aeropuerto, por lo que anduve 24 horas gratis.
Más adelante, hay un automóvil detenido. Como las calles son tan estrechas, el tranvía no puede pasar. El conductor del auto no hace ademán de interrumpir su tarea de sacar del portaequipajes, los envases plásticos que deposita en el contenedor. Tanto el conductor del tranvía como los pasajeros esperamos a que termine. No suenan bocinas ni hay alegatos. Sólo yo, desesperada por el tiempo que se me escapa entre los dedos en este primer día en Lisboa, atino a bajarme para seguir caminando.
“Pao quente” dice el letrero colgado en una panadería. Como no sé portugués, pido el mismo sándwich que la clienta que atienden antes que a mí. Aún cuando no le digo nada, la vendedora se escabulle hacia el interior de la panadería y vuelve con un pan entre las manos. “Quente”, dice al entregarme el sándwich, con una sonrisa tan amplia, como si hubiese ganado una competencia entre todas las panaderías de Europa.
A pesar de que tengo un mapa, no lo uso. Me interno por cualquier calle en dirección al río y me encuentro con un mirador. A un costado hay un kiosco o pérgola y varias mesas pequeñas donde personas, en su mayoría solas, beben cerveza y contemplan el mar, el puente que une las dos orillas, y los barcos que van y vienen llevando pasajeros y turistas.
Solo la gente joven se sienta en grupos, ríen, bromean. Los demás se concentran en el crepúsculo que lentamente cae por detrás del puente. Es la misma serenidad con la que el atleta tomó la decisión de que no valía la pena triunfar, que el mejor triunfo es el contento con uno mismo, que los momentos de gloria se dan en el presente, por ejemplo, tener tiempo para sentarse allí una tarde cualquiera de la semana y pedir una cerveza mientras se espera que el sol se oculte en el Tajo.
Después que eso ocurre, me alejo en dirección al centro. A diferencia de Madrid, aquí la gente no llena los bares sino las pastelerías. Las vitrinas exhiben un despliegue de masas dulces, fritas u horneadas, rellenas o bañadas, de chocolate y todo tipo de azúcares. Los portugueses endulzan, después del trabajo, las horas que quedan antes del sueño. Paso por delante de carnicerías y pescaderías. En todas hay un asiento, como los que uno encuentra en las plazas chilenas, donde los clientes se sientan a descansar o a esperar a que el carnicero termine de atender al que entró antes. A nadie se le ocurriría apurar o impacientarse, ¿para qué? Si no hay carrera que ganar.