Por Cynthia Rimsky
Antes de llegar a Lisboa, me advierten que debo ir a Alfama, el barrio árabe más antiguo de la ciudad, el único que no fue asolado por el terremoto y el maremoto de 1755. Al igual que en los zocos de las ciudades árabes, está cruzado por recovecos, escaleras, pasajes y casas con minúsculas ventanas. La primera vez que conocí un zoco quedé impresionada por la sabiduría con la que los urbanistas concibieron una ciudad que resguardaba a sus habitantes del tórrido sol y de las indiscretas miradas. Ahora, con 10 grados sobre cero, imagino el frío y la humedad en la que viven sus moradores, porque uno de los efectos de la crisis es que no hay dinero para calefacción.
Como en todo barrio antiguo, Alfama cuenta con variedad de restaurantes, solo que mientras los restaurantes persisten en abrir, los turistas persisten en ausentarse, y yo, que podría hacer la pantomima del turista, tengo demasiado frío para sentarme en una sombría terraza.
Los turistas que aciertan a pasar de largo llevan en sus manos una Guía de viaje. El único movimiento que hacen con los ojos es hacia abajo, para leer, y hacia arriba para mirar el edificio que el libro les indica. Jamás observan lo que está a la altura de sus ojos. ¿Qué hay a esa altura? Los vecinos. Los albañiles de origen africano que refaccionan una antigua casa que un inversionista debió comprar a un propietario empobrecido con la expectativa de hacer el negocio de su vida con el turismo. El conductor de una camioneta pregunta a los albañiles con sumo respeto si puede estacionar un momento para descargar. El conductor trae un diablito y con parsimonia saca de la camioneta dos cajas, solo dos, que lleva hacia uno de los restaurantes.
En uno de los asientos una jovencita conversa por celular con su novio. El hombre vuelve y carga dos cajas más. Imagino que en Chile cargarían todas de una vez para ahorrarse un viaje. El hombre prefiere ahorrarse un dolor de espalda. Con la misma humildad pide a los albañiles si puede dejar la camioneta otro momento para ir a almorzar. Entro a un minúsculo bar con dos mesas. Una par de ancianas beben café. Cualquier hora es buena para un café. Por sus batas floreadas, calcetines hasta la rodilla y chal sobre los hombros, deduzco que son vecinas. La bolsita plástica en la que guardan las monedas lo confirma. Entra un hombre desempleado, pide una cerveza, un café y un aguardiente; en ese orden. Creo entender que pagará después, no dice cuándo. Entra una mujer con pantuflas y bastón trayendo la novedad que dará sentido al día. Entiendo que ocurrió algo con un predio. Lo curioso es que todos opinan al mismo tiempo, es imposible que se escuchen. Ellos parecen acostumbrados a dialogar en forma cruzada y simultánea.
Curiosa por lo que pudo haber sucedido, sigo a la mujer cuando abandona el café hasta la rua do San Miguel donde hay dos policías, la mujer en pantuflas que los llamó para quejarse, el basurero, los garzones, los dueños de los restaurantes…. hablan al unísono de una esquina a otra. Llega un loco y también opina. Uno de los policías se encoge de hombros, dando cuenta que no hay nada qué hacer. Pasa el cartero y le entrega al hombre que bebía gratis en el café lo que parecen ser cuentas y una tarjeta postal, que lee en una mesa al tiempo que pide una cerveza que tampoco pagará. Quizás sea la tarjeta postal el certificado de que alguien le mandará divisas y, mientras le llegan, todos le fían.
Los policías, como en cualquier parte del mundo, anotan el reclamo, primero juntan las letras en sílabas y las sílabas en palabras. La acusadora suspira y se da vuelta a comentar con los vecinos; regresa a su casa, insatisfecha, vuelve a agregar algún detalle. Se queda observando a los policías que todavía juntan letras y menea la cabeza. La anciana con bastón va diseminando la novedad por toda la cuadra. El hombre va a otro restaurante, pide un café y cuenta la historia. Se juntan el camarero, el vendedor de la pescadería…. Parecen aliviados de que el tiempo comienza a pasar, como pasan los albañiles a almorzar y de regreso el conductor de la camioneta.
Unas cuadras más allá encuentro un café con mesas que reciben el sol. El dependiente de la pescadería se acerca a un corro de desempleados que alguna vez trabajaron en el puerto. Escucho nuevamente la melodía de la historia, ignorando de qué se trata, el sonido se ha vuelto tan familiar que me dan ganas de escribir una postal a un amigo desempleado en Chile, contándole la historia con la que podrá engañar al dueño del café, con la promesa de un dinero que un pariente con un buen trabajo en Lisboa, va a enviarle.
Para ingresar a la Comunidad Económica Europea, Portugal debió renunciar a la pesca y a la agricultura. Hasta hace poco campesinos y pescadores recibían una suma mensual para no salir a pescar ni a sembrar. Ahora han olvidado pescar y sembrar. Ya no reciben dinero de la CCE, están desempleados y se juntan en las esquinas esperando una postal con una historia que no conozcan. Mientras, en las afueras de Lisboa, las carreteras de alta velocidad, construidas con el dinero de la CCE para convertir a Portugal en el paraíso turístico de Europa, están sin un alma.