Por Juan Décima
Tenía 8 años cuando llegó al país de su padre y su familia se instaló en una casa pequeña de solo dos dormitorios. Al poco tiempo empezaron las obras y sus dos hermanas se mudaron al cuarto que solía ocupar en soledad. Los padres les impusieron colaborar con medidas por fuera de la casa, y cada uno debía encontrar un amigo que pudiera alojarlos al menos una noche por semana. Él cumplía durante la semana, pero los sábados y domingos elegía quedarse en casa mientras sus hermanas circulaban por salidas y noches con amigas. El cuarto apretado le otorgaba un cierto aire, y se recostaba sin sueño tratando de desentrañar de dónde provenían los pequeños ruidos que se escuchaban en la casa vacía. Cada hora el despertador emitía un leve chillido, incapaz de despertar a nadie, y que solo parecía servir para llamar la atención sobre su presencia. Él se quedaba mirando los números verdes titilar hasta que al cabo de un minuto volvían a apagarse. Lo recorría la misma sensación que cuando miraba a los peluches acomodados sobre las camas vecinas; imbuidos de la quietud que reconocía en las plantas, tenían una inmovilidad engañosa capaz de multiplicarse sin indicios, como si los pulsos que se disparaban dentro del reloj y la posición de los ojos fijos del muñeco del Señor Papa respondieran a un orden subyacente de la casa, un modo de estar en el mundo que se revelaba de forma aleatoria e improvisada.
Cada vez que salía a la escuela por las mañanas podía ver que la nueva ala de la casa iba tomando forma. Lo fascinaba cómo las montañas de materiales se iban convirtiendo en paredes, pisos y techos, y esperaba con ansias los días que llegaba un nuevo cargamento de arena para saltar y rodar por la pendiente hasta llegar al piso. Cada vez que los obreros finalizaban la jornada, se metía al que sería su nuevo cuarto sin que nadie se diera cuenta. Recostado en el piso, trataba de imaginarse cómo serían las vistas que tendría del cielo una vez que pusieran la cama y se elevara 50 centímetros respecto a la posición en la que se encontraba. Volvía al sector habitable de la casa con algunos manchones blancos en la ropa y el pelo ligeramente resplandeciente, señales delatoras que los padres no parecían notar, o, lo más seguro, elegían ignorar.
Si bien a veces piensa en la primera casa en la que vivió, solo puede reconstruirla de a pedazos. No es por falta de imágenes o información. En el álbum familiar hay numerosas fotos que lo muestran corriendo por el jardín o posando en una silleta, la cara melosa, embadurnada de dulce de leche. También la puede encontrar en Google Street View, donde comprueba que el exterior sigue prácticamente igual. Hay un árbol que tapa parte del frente, pero a través del follaje observa un muro de ladrillos con algunas ventanas casi hasta el suelo. A la derecha, el portón de madera, y en la parte inferior, una lámpara exterior que recordaba mucho más alta. Un auto azul estacionado sobre la calle y más atrás, el camino serpenteante que recorre el jardín delantero, desde la vereda hasta la puerta principal. El césped refulge con un verde intenso propio del verano en que se sacó la foto. La imposibilidad de unir lo que recuerda con la realidad es algo que le pasa con el interior de la casa. Hace poco chateó con su hermana, que ahora vive allí, y pudo volver a ver esos ambientes después de muchos años. Mientras ella caminaba de un cuarto a otro y se los mostraba con la cámara de la computadora, se le ocurrió que le hubiera dado lo mismo ver la casa del vecino o un hotel perdido en algún país remoto. Tenía una imagen mental a la cual intentaba asociar lo que veía, como una pieza que busca reconocer los contornos del molde del cual emergió, pero no podía alinearlas, y terminó por resignarse a recorrer los pasillos de su vieja casa como alguien que mira una propiedad con la intención de comprarla. Se pregunta si les pasará a todos los que vuelven a la casa de la infancia.
La idea de qué es una casa lo interroga, ahora que vive en una ciudad donde no tiene una. Es posible cuantificarla y medirla, desde la cantidad de materiales que se usaron para construirla, hasta cuántos rollos de papel higiénico consume por año. También existe la posibilidad de ponderar los distintos eventos que aloja, desde bautismos y fiestas de fin de año hasta bodas y muertes. Quisiera también encontrar una forma de determinar cuántos puntos le corresponden a las situaciones alegres y cuántos a las negativas para luego formular un algoritmo que permita compararlos y, finalmente decir en base a una evidencia concreta, “nuestra vida en esta casa fue muy feliz”.
Ahora entiende que cada haz de luz matinal revela configuraciones singulares de partículas, un macro esquema de elementos moviéndose displicentes por el claroscuro. Esto es lógico, pero nunca lo habría pensado si no estuviera forzado a moverse todo el tiempo, cambiando de residencia. Por el momento asume la condición de nómade y acepta que este tramo de su vida se rige por la falta de certidumbre. Esto no quiere decir que no tenga una casa en otra parte. Lo más cercano que tiene es la casa de la madre, a la cual regresa al menos dos veces por año. Allí duerme en el cuarto que solía compartir con su hermano, vuelve a cultivar el contorsionismo como sistema para acomodarse en la cama, una postura a la que se ve obligado por el hecho de compartirla con tres gatos, que empiezan a aparecer conforme van notando la presencia de un cuerpo caliente entre las frazadas. Al entrar nuevamente en contacto con la huella del colchón, el cuerpo empieza a retomar posiciones conocidas. A veces son más incómodas que las que practica actualmente, pero las descargas de familiaridad generan flujos de calma, y por algún tiempo se entrega al entumecimiento de la rutina.
Escrito en el marco del programa Escrituras de la no ficción, a cargo de Cynthia Rimsky.