Por Cynthia Rimsky
He intentado ubicarme en las ciudades con la ayuda de mapas impresos o en Internet, indicaciones de amigos y de profesionales. Puedo conocer el trayecto, la distancia, el número del autobús o de la línea de Metro, cuántas cuadras ir a la izquierda y cuántas a la derecha, si es hacia arriba o hacia abajo, y aun así me pierdo. Al volver a la casa en la que alojo o al hotel, reviso punto por punto para encontrar qué hice mal y llego a un punto ciego por el que se esfuma mi destino. Tampoco entiendo cómo en una casa pueden perderse los calcetines, la ropa interior… No voy dejando mi ropa interior ni mis calcetines en otras casas pero ocurre que al cabo de un tiempo abro el cajón y ya no están. Lo mismo ocurre con las calles; las veo en el mapa, leo sus nombres en los autobuses y al ir hacia ellas no las encuentro; siendo las indicaciones verdaderas, algo ocurre en mi mente que en vez de llevarme hacia donde quiero ir, me conduce en otra dirección.
El misterio se me reveló en Ciudad de México. Un sábado salí a comprar el último obsequio a una feria artesanal contigua a la plaza de Coyoacán. Llevaba casi dos semanas viviendo en el barrio, sabía que caminando recto, pasaría por una cafetería, una librería, un pequeño restaurante que vendía tacos arco, un arco de piedras y detrás del arco, la plaza, la iglesia… hitos que había retenido para no olvidar el camino.
Era domingo y las calles lucían solitarias. Pensé que la ausencia de animación otorgaba a la calle una apariencia distinta pero más adelante se volvió irreconocible. Pregunté a un chofer que esperaba en el automóvil hacia dónde quedaba la plaza. Me preguntó qué plaza. Ignoraba que en Coyoacán hubiese más de una plaza y no supe qué contestar; pensé devolverme por donde había venido, pero podía alejarme más. Busqué otra persona, no es fácil, hay gente que por no mostrar ignorancia es capaz de mandar en cualquier dirección sin remordimientos, otras veces la persona cree saber y se equivoca, por lo que las indicaciones que me dio el hombre podían ser ciertas o falsas… me pareció extraño que la plaza estuviese tan lejos. Llevaba tres cuadras y había olvidado si debía doblar en esa esquina o en la siguiente, cuando una mujer mayor que caminaba tras de mí, se acercó: ¿usted también está perdida?, preguntó.
La mujer recordaba las instrucciones, además era capaz de encontrar los hitos en la realidad; las palabras dichas por el extraño se convirtieron en una esquina, un muro de tope (“¿Qué habrá querido decir con tope”, se preguntó, tanteando los muros. “Debe haber querido decir el muro en el que termina la calle, venga, es por acá”) El precio que tuve que pagar por tan eximia guía fue escuchar su historia. La mujer vivía en un pueblo de las afueras. Había viajado dos horas en tres transportes públicos para llegar allí. “La vi preguntar y me dije: también debe estar perdida así que me acerqué”. Pensé que venía al barrio a hacer una visita, pero la mujer no conocía a nadie en Coyoacán. “Casi todos los domingos viajo a alguna parte, mi familia me pregunta a qué viajo tanto y yo les digo que es importante conocer, salir del barrio de uno y ver otras cosas, como ahora, me pedí pero ahora la conozco a usted”. Me preguntó de qué país era. No le interesaba tanto el país como el itinerario que había seguido hasta Ciudad de México. “No hay que tener miedo a perderse, dijo-. Yo trabajé toda mi vida siguiendo la rueda, pero si uno no se pierde, ¿cómo va a encontrarse?”
La mujer no esperaba que yo le respondiera. No necesitaba de mis respuestas para seguir el hilo que nos conducía. Me confesó que tenía un método para conocer. En todos los lugares al primer lugar que llegaba era la iglesia. “Siempre hay una”. Desde allí comenzaba a orientarse. Iba a la plaza, tomaba un café o un jugo, daba unas vueltas, se sentaba a mirar a la gente y volvía a su casa, en tres transportes públicos, tras dos horas de viaje, habiendo conocido. Ese conocimiento adquirido en forma tardía (“después que jubilé”) le hacía sentir que giraba en sentido contrario a la rueda, esa desobediencia, el hecho de ir en sentido contrario, le producían satisfacción, por la satisfacción volvía a salir al domingo siguiente.
La dejé en la plaza. No encontré el regalo que buscaba y me devolví. Una vez en casa, le conté a Pía Díaz, una antigua compañera de universidad que vivía allí hacía cuatro años, que en vez de ir hacia la derecha, salí hacia la izquierda, y luego tuve que dar toda la vuelta para llegar a la plaza. Me contó que ella también se extraviaba por lo mismo. “¿Lo mismo”?, inquirí. “Claro, los que nacimos y vivimos en Santiago, nunca aprendemos a orientarnos; crecemos sabiendo que la Cordillera está al oriente y así se hace fácil ubicar los otros puntos cardinales, en cambio, los habitantes de ciudades sin Cordillera, tienen que aprender a calcular dónde quedan los puntos cardinales. “Eso significa que nunca voy a encontrar los lugares que busco”, le dije. “No, naturalmente, tendrías que aprender a calcular”. “O para encontrarme, basta con perderme”, le dije, recordando a la mujer.