Por Laura Arango
Los animales saben cuando uno tiene miedo. La frase me la dijo el hombre, en la finca. Entonces yo debía medir una cabeza más que un pastor alemán adulto y el hombre me sostenía fuerte de la mano, mientras yo daba unos pasos hacia atrás, tratando de alejarnos del peligro. Igual ese perro no mordía; tenía ojos tristes y me miraba ladeando la cabeza, como si me fuera a preguntar: ¿Qué te ocurre? Pero yo solo veía sus dientes. Después traté de mirarle otra cosa para desorientarlo. Admiré su pelaje y hasta me animé a tocarlo. Creo que lo engañé, porque el perro no hizo cara de haber sentido mi temblor. Con la llegada del caballo, el perro se convirtió en un problema menor. De ese caballo sí recuerdo el nombre: Cerezo. Un señor lo sacó del establo y lo trajo hacia nosotros tirándolo de una cuerda. De a poco, el caballo se fue agrandando y definiendo en lo pálido de la mañana. Yo pensé que me iba a dar miedo cuando lo vi de lejos, pero ya de cerca me dio lástima. Pobre Cerezo, con esa barriga venosa que parecía a punto de estallar. Pobre Cerezo que no tenía manos para matar las moscas paradas en sus pestañas y en las ventanas de su nariz. De su boca caían babas con burbujas. Aparté la mirada recordando el horrible sabor del jabón; también yo escupí. El que había traído a Cerezo se rió. Me lo quedé mirando y ahí fue cuando me di cuenta de que era un niño disfrazado de señor. Usaba botas pantaneras y sombrero de paja. Tenía los dedos pequeños, llenos de cortes, y se movía con lentitud. Me intrigó que, a pesar de tener manos, el niño no espantaba las moscas que se le paraban encima, mas bien las dejaba que se quedaran ahí, frotándose las patas. El hombre le ordenó al niño que organizara al caballo para montarlo. Su voz venía de muy arriba, debía medir entre tres y cuatro perros. El niño respondió: patrón, pero Cerezo se ha estado ranchando. No le hace, contestó el hombre y me revolvió el pelo con su mano pesada. Después, el hombre dio más ordenes, esta vez a mí: Hoy vas a aprender a montar, te va a encantar. Ahí mismo dije que tenía ganas de aprender y estiré la boca como si estuviera sonriendo. El hombre me levantó y me sentó en una cosa de cuero sobre el lomo de Cerezo. Le dijo al niño que me llevara a pasear por los alrededores del pueblo. El niño agarró unas correas de cuero amarradas a la cabeza de Cerezo y empezó a caminar por el camino de tierra. A lado y lado era verde, pero de vez en cuando se veía una casita chata, con la mitad de abajo pintada de rojo y una o dos personas que desmayaban de calor y aburrimiento en la entrada. No podían ni mecer sus sillas. Yo me sentía rara estando tan arriba. Aunque me gustaba la idea de ser así de alta para siempre y sin un caballo debajo. Un carro pasó por el lado levantando una nube de polvo y el niño tosió. Ahí me di cuenta de que habíamos estado en silencio. Quise ponerle conversación. ¿Los animales saben cuando uno tiene miedo? No sé, respondió él. ¿Sentirán todo lo malo? le pregunté. Pues yo me imagino que sí, lo malo y lo bueno. Me quedé pensando en eso y traté de sentir lo menos posible. Ya de vuelta en la finca, el hombre me agarró de las costillas y me puso en el suelo. El apretón me dejó doliendo. A los otros también les dolían cosas. Cerezo y el niño estaban cansados, sudados, adormilados por el sol; respiraban pesadamente y se fueron juntos para el establo; no los vi más ese día. El hombre agarró mi mano otra vez y me llevó con él. Mientras nos íbamos me preguntó si me había gustado montar a caballo. Yo le dije que sí, que muchas gracias, y abracé su cadera con fuerza para desorientarlo.
Escrito en el marco del programa Escrituras de la no ficción, a cargo de Cynthia Rimsky.