Por Cynthia Rimsky
Llegamos al embarcadero de El Tigre entre la noche y el día. De los automóviles descienden pasajeros llenos de bultos. Recuerdo que con mi familia siempre salíamos de viaje de madrugada; mi padre se empeñaba en que la parrilla estuviera firme y el pulpo bien tirante sobre nuestras pertenencias. Mi corazón se apretujaba al verlo desaparecer con el brazo en alto mientras mi madre, al volante, intentaba hacernos olvidar que existía la posibilidad de que no volviéramos a reunirnos. El comienzo de nuestro viaje parecía más una huida que unas vacaciones.
La fila para la lancha rápida que viaja a El Carmelo está ocupada por el equipaje de un grupo de músicos. En el horno eléctrico se doran las facturas de manteca y las de grasa. Abordaremos la lancha que recorre los canales hasta el puerto de Nueva Palmira en Uruguay. Como ningún funcionario aparece en el horizonte para decir dónde y cuánto esperar, nos paramos ante la máquina de rayos. Media hora después un hombre de bigotito que espera detrás de nosotras nos hace ver con una ira apenas contenida que él es “el primero” en la fila. A mí también me molesta la gente irrespetuosa que se cuela, pero cuando nos paramos allí, no había fila, le digo al hombre de bigotito. Desde el “segundo lugar”, un gordo agrega que están ahí desde antes que nosotras. “Yo llego siempre a las 6 AM y soy el primero”, insiste el del bigotito: “Tendrán que ponerse al final”, agrega. Mi amiga y yo miramos la fila: además del primero y del segundo, hay dos personas más. A pesar del absurdo, “el primero” tiene la cara roja y le tirita una vena del cuello. Acordamos entre nosotras que los dejaremos pasar, pero sin movernos del lugar. Durante los 15 minutos que faltan, la vena del cuello “del primero” parece que va a estallar.
En la lancha somos seis pasajeros, incluidos “el primero” y “el segundo”. Pienso que el hombre del bigotito, reconociendo el absurdo, va a relajarse y a disfrutar del viaje por los canales, por el contrario, cuando sus ojos llegan a encontrarse con los míos, disparan fuego. La familiaridad que muestra hacia el ayudante del conductor indica que hace el viaje con frecuencia, seguramente por motivos de trabajo. No creo que la lancha viaje el resto de la semana con más pasajeros que hoy. Si llega a las 6 AM no es por temor a perder su puesto, sino para ser “el primero” de la fila. Imagino a su esposa, que lo ve levantarse a las 4 AM, para llegar a las 6 AM a abordar una lancha que partirá vacía a las 8 AM. Imagino que a su regreso le pregunta cómo le fue y él le cuenta furioso que dos mujeres se colaron en la fila, que la gente ya no tiene respeto por el otro y que en este mundo se ha perdido el orden. María me cuenta que una amiga suya, actriz, montó una obra de teatro que se llamó El primero de la fila. Los personajes se sacaban los ojos para ser el primero, a pesar que en algún momento a todos los tocaba ese lugar. “Era increíble la cantidad de cosas que ocurrían al ser o no el primero”.
No me alcanza la imaginación. Lo que sí me da vuelta es nuestra falta de respeto. Podría aducir como atenuante que no vi la fila. “El primero” pudo haber contemplado esa opción, sin embargo, asumió que actuábamos intencionalmente con el propósito de faltarle el respeto. Recuerdo que con una antigua amiga un tiempo discutimos mucho sobre la ética y la ley. Ella decía que la ética debía estar basada en la experiencia individual y colectiva y no en la norma impuesta desde afuera.
Las leyes que hoy aparecen tan serias y con autoridad en el papel, fueron en su origen el resultado de la reflexión sobre una experiencia concreta: un señor le pide a su vecino si su animal puede pastar en su terreno. El animal muere accidentalmente. ¿Asume toda la responsabilidad de su muerte el vecino o el dueño?, ¿la comparten?, ¿en qué porcentaje? Las leyes nacieron de estos accidentes triviales, cotidianos, que devinieron en profundas reflexiones éticas donde se intentaba dilucidar responsabilidades, reparaciones, castigos, faltas, con el propósito de ayudar a mantener la convivencia de los vecinos de una comunidad o pueblo.
Con el tiempo, los accidentes se transformaron en casos y las interesantes reflexiones éticas se convirtieron en leyes y normas que estamos obligados a cumplir y que, como humanos que somos, no cumplimos. Para juzgar nuestros actos existe un intrincado sistema de leyes, abogados, jueces y fiscales, done lo que cuenta es el poder y el dinero, a partir del cual se pueden hacer las interpretaciones que convertirán a unos en inocentes y a otros en culpables, sin que nunca se toque el fondo del problema ético que se suscitó entre las partes. En la lejanía queda, como la figura de mi padre con su brazo en alto, la experiencia y la reflexión que dieron origen al proceso. Cuán distinto hubiese sido si el hombre de bigotito nos hubiese planteado con calma la situación y, en vez de esperar en la fila con los brazos cruzados, hubiésemos discutido la experiencia que estaba allí ocurriendo.
La lancha está por llegar a Nueva Palmira y los pasajeros se apresuran a ir hacia la puerta para ser los primeros en bajar. Busco al hombre del bigotito y me encuentro con que tiene el rostro descompuesto. “El segundo” le ganó el quién vive y se dispone a salir “primero”