Por Fernando Aramburu
Ya me gustaría a mí saber confeccionar decálogos, pero no soy montañero. Ni me ha sido dado escalar el Sinaí ni les profeso afición, en cualesquiera materias, incluyendo la estética, a las tablas de la ley. Si no dispongo de reglas, ¿cómo voy a ofrecer mandamientos? Lo único que tengo son recetas y acaso un método. Con ambos me las apaño mal que bien en la cocina literaria. Y para no hacer un feo a quienes me han pedido que descubra mis trucos de novelista, aquí van los pocos que conozco.
Pero antes una cosa. Considero legítimo concebir una historia, si no completa, al menos en sus partes principales, y luego trasladarla a texto. Así trabajaba Émile Zola, según me han dicho. O sea, que el experimentado novelista elaboraba un esquema del argumento, establecía de antemano la división de los capítulos, ideaba un desenlace, reunía notas y a continuación se lanzaba a redactar. En el proceso de veinte días despachaba la tarea.
Yo no trabajo (¿trabajo?) así. La naturaleza me hizo rumiante, parsimonioso, repasador, y llevo mi libro por dentro como las vacas. Conque mis pocas recetas para escribir novelas sin argumento previo alcanzan a lo sumo para un pentálogo. ¿Cómo transformar en páginas escritas una historia de la que uno no conoce sino las ganas de escribirla? ¿Cómo culminar tan peregrino proyecto sin confiárselo a la caprichosa y mal gobernable improvisación? Le revelaré a usted cinco arbitrios que me suelen ayudar a recorrer el camino.
1.- Discurra lo primero de todo un motivo generador de episodios. He aquí el famoso hilo, tirando del cual se obtiene la madeja. Piense, si necesita modelos, en las maravillosas Crónicas de Indias. Llegan unos esforzados individuos a un territorio ignoto. Acto seguido, usted los pone a protagonizar en forma escrita, de acuerdo con una estructura (división en partes, proporción de los capítulos, turnos de los narradores, etc.), interesantes peripecias hasta el adecuado desenlace. O imagine a un hidalgo de pueblo que sale al campo, convencido de ser un caballero de novela, en compañía de un aldeano parlanchín. Haga que conversen y les sucedan aventuras, y burla burlando tendrá usted materia para al menos dos novelas.
2.- Adopte una perspectiva de la narración. O lo que es lo mismo, busque quien le cuente su novela. Puesto que hay mucha gente en paro, dé trabajo a más de uno; no sea cicatero. Evite el error de confundirse con sus narradores. No son usted. Usted no es Cide Hamete Benengeli. Menos humos. Elija con cuidado al personal, ya que un relato consiste por fuerza en la voz que narra.
3.- Obligue a su narrador o narradores a transmitir una determinada personalidad a la escritura. No me sea seco, copista de copistas, subalterno de los hábitos lingüísticos de su ciudad. Asigne a quien le cuente su novela algún estado de ánimo, sométalo a unas determinadas circunstancias, aun cuando el texto no mencione ni una cosa ni otra. Imagine, por ejemplo, que su narrador acaba de enviudar y está murrioso (o alegre), o que tiene nueve años y se expresa con candor infantil. Si no me cree, lea el Lazarillo, lea La plaza del Diamante, lea Pedro Páramo, y pregúntese por qué estos textos tienen un encanto especial.
4.- Escoja asimismo, en consonancia con la cláusula precedente, un registro lingüístico específico, si es preciso creado para la ocasión. Desconfíe de los comisarios de la literatura, aficionados a podar cuanto sobresalga de la estricta línea de sus certidumbres. No se crea la filfa del estilo transparente. Sea libre, denos algo que sin usted no habría existido en el mundo, no se resigne a escribir toda su vida como hablan Manolo y Pepi la del cuarto, ni siquiera en el supuesto de que usted sea Manolo o Pepi la del cuarto. Para hacer lo que hace todo el mundo, mejor apúntese a un coro.
5.- Pueble convenientemente su novela. No empiece sin haber suscitado en sus pensamientos cierta familiaridad con los personajes principales. Hágase el ánimo de que los conoce desde hace largo tiempo. Los secundarios ya se irán agregando por el trayecto. Puesto que no tiene usted prefijados el planteamiento, el nudo ni el desenlace, fíe la trama entera a las acciones, diálogos y pensamientos que se deriven de las relaciones que establezcan entre sí sus personajes. Considere que de dichas relaciones (sobre un fondo, claro está, de problema, conflicto, enigma, conquista o deseo por satisfacer) irá surgiendo paulatinamente su historia, la que usted, como sus lectores, desconocía al principio a pesar de ser el autor. No se preocupe si la referida historia le sale descompensada o defectuosa puesto que no actúa usted ante un público. Ya corregirá.
Colocados los utensilios y los ingredientes encima de la mesa, puede usted empezar a cocinar su novela. No olvide que se afana para otros. De no ser así, si prevé usted comerse su propio guiso, entonces olvide este pentálogo, haga lo que le salga de los.
Fuente: El Confidencial