Por Ernest Hemingway
Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro cómo tenía que seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente. Pero a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara, me sentaba ante la chimenea y apretaba una monda de mandarina y caían gotas en la llama y yo observaba el chisporroteo azulado. De pie, miraba los tejados de París y pensaba: “No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verdadera. Escribe una frase tan verdadera como sepas”. De modo que al cabo escribía una frase verdadera, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verdadera que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacteria y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primer sencilla frase indicativa verdadera que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.
Fuente: Hemingway, Ernest, París era una fiesta, Lumen, Buenos Aires, 2018.