Por Saul Bellow
Creo que cuando escribí mis primeros libros era tímido. Aún siento la increíble desfachatez de anunciarme al mundo como escritor y artista. Tuve que empezar por el principio, demostrar mis habilidades, someterme a requisitos formales. En suma, tenía miedo de dejarme ir. Cuando comencé a escribir Augie March, tuve que liberarme de muchas de estas restricciones. Creo que me deshice de demasiadas y llegué demasiado lejos, pero sentía la excitación del descubrimiento. Acababa de obtener mi libertad, y como cualquier plebeyo emancipado abusé de ella enseguida.
Un escritor debe ser capaz de expresarse con facilidad, naturalmente, casi con exuberancia para liberar su mente, sus energías. ¿Por qué habría de entorpecerse con formalidades, con una sensibilidad prestada, con el deseo de ser “correcto”? ¿Por qué habría de forzarme a escribir como un inglés o un colaborador de The New Yorker? […] Tenía buenas razones para temer que se me considerara como un extranjero, un intruso. Cuando estudiaba literatura en la universidad me quedó claro que como judío e hijo de judíos rusos probablemente nunca tendría el derecho a sentir las tradiciones anglosajonas, las palabras inglesas. Incluso como estudiante me di cuenta de que las personas que me lo decían no eran necesariamente amigos desinteresados. Sin embargo dejaron una huella en mí. Fue algo de lo que tuve que liberarme. Luché por liberarme porque debía hacerlo.
No puedo culparme por no ser un moralista severo; siempre puedo usar la excusa de que después de todo no soy otra cosa que un escritor de ficción. Pero no me siento satisfecho con lo que he hecho hasta ahora, excepto por lo cómico.